Bukarú (fragmento). Así comienza la historia.




                                                           



El abuelo Nilo nació durante el éxodo de un pueblo hambriento que avanzaba a través de una jungla de árboles gigantes, de rama en rama en las alturas sin pisar el suelo, en busca de un terreno cultivable donde plantar las semillas. Según la leyenda, su madre le alumbró sin apenas rezagarse en el viaje, y Nilo quedó colgando del cordón umbilical, a su suerte. Era lo habitual, pues la marcha no se podía detener: los nacimientos eran muchos, el viaje largo, el sol quemaba, había hambre y sed, y sólo se descansaba cada cierto tiempo y de noche. Precisamente así morían muchos niños, atrapados para siempre entre las ramas bajas, o al despeñarse tras romperse el cordón. De hecho, y siguiendo con el mito socializador que se enseñaba a los niños de la tribu, el apéndice que unía a Nilo con su madre rozó con el borde agudo de una rama, y Nilo cayó al vacío. Le detuvo en su caída el tronco hueco de un árbol que se elevaba a un metro del suelo. A salvo milagrosamente, buscó entonces a su familia por instinto, cara arriba tal como había caído en aquella cuna improvisada, ciego y sintiendo en su piel la caricia del sol que se filtraba entre las ramas altas. Pero la expedición le ignoraba siguiendo su camino, como era de esperar. Apenas estuvo así, solitario, un minuto, cuando, con un espanto que habría de marcar en el futuro su existencia, notó la temible presencia de una tarántula, que pendía sobre él con sus peludas patas rozándole el rostro. Cuando la sintió, lloró de pronto con toda la rabia y la incertidumbre de la vida, en el momento que una mano ágil apartó de él al monstruo, de un manotazo antes de aplastarlo contra el suelo con su pie. Era su madre, que al final se compadeció de él y regresó en su busca. Siguiendo con la fábula, le anudó a su abdomen con un resto del cordón, sin la placenta. Se encaramó a una liana y regresó con él a las alturas, deprisa para no perder la cola del grupo.

  Tras seis años de viaje aéreo por la tarima arborescente, la expedición llegó por fin a un terreno válido para la siembra. Construyeron allí chozas y acequias, y organizaron los cultivos de manera ingeniosa y productiva en el bosque, sin necesidad de talar árboles: de menor a mayor altura distribuyendo especies distintas compatibles. Desde el suelo hasta las copas de los árboles gigantes, que hacían de paraguas para proteger toda la siembra con su sombra. Pero el sistema de estratos no resultó al final óptimo en la selva, pues allí el humus no era lo bastante bueno para eso. La misma labranza acabó por malograrlo al enterrarlo, y el suelo se mineralizó de esa manera, resecándose. La lluvia llegó tarde, y terminó por arrastrarlo. Y donde había cultivos, terminó creciendo una maraña de hongos y maleza. De modo que tuvieron que partir de allí de nuevo, asumiendo el fracaso. De árbol en árbol hasta abandonar el bosque, y luego a pie a través de la sabana en un peregrinar incansable. Primero en terreno llano por un tiempo, y luego en dirección a las montañas. Y en ellas se establecieron, esta vez definitivamente, como una tribu pacífica y aislada en su refugio montañoso, ajena a las luchas intestinas entre los demás clanes que ocupaban las llanuras del norte del país. Alimentándose con lo poco que podía crecer en aquel sitio. Cultivando el mijo y criando aves de corral. Y ocupados sobre todo en la fabricación de útiles de hierro. El cual obtenían fundiéndolo de la magnetita, después de separarla de las otras impurezas que arrastraba consigo la corriente de un riachuelo que, con todo, permanecía seco la mayor parte del tiempo. Entonces sustraían  para beber el agua de las grietas del suelo, lo cual era labor de las mujeres y los niños. Pero sobre todo de estos últimos, que arrastraban penosamente el líquido en pesados fardos de piel curtida, con su frágil equilibrio infantil peligrando entre los riscos. El abuelo Nilo fue uno de ellos, y cuando creció se convirtió en uno de los más hábiles forjadores de metal. El hierro se fundía en hornos de arcilla de la altura de dos hombres, en cuyo interior se situaba una vasija con capas de mineral y carbón para el soplado. Nilo tuvo pronto varios sopladores a su cargo, ocupados en insuflar por turnos el aire frío desde la convexidad del horno sirviéndose de un fuelle, a través de un tubo largo de arcilla. El aire ascendía luego ardiendo, provocando la fundición al avivar las brasas. Nilo lo supervisaba todo, añadiendo él mismo cestos de carbón y puñados de polvo mineral a la vasija. Abriendo en el horno orificios de sangría para la salida de la escoria, que luego había que tapar con tierra. Y haciendo conjuros y sacrificios de animales para que los espíritus ayudasen al triunfo en el trabajo. El ayudante que descansaba en cada turno, animaba el trabajo de los otros cantando acompañado de un arpa. Después de tres días se abría el horno por abajo, para obtener con ello hasta diez kilos de metal. En forma de un lingote impuro, del que había que extraer pepitas de hierro luego, y laminar estas a golpe de martillo en un yunque. Para soldarlas en un lingote final limpio de escoria, con el que fabricar por fin los utensilios de hierro en la fragua.

 A Nilo no le costaba que, bajo su supervisión, su propio horno, no mayor que otros y apartado del resto, llegase a producir en ocasiones hasta quince kilos de metal sin depurar, en vez de diez. Y esta particular productividad le hizo convertirse pronto en alguien singular entre los suyos, aparte de otro rasgo personal menos feliz que le granjeó celebridad pero tornándose para él en obsesivo. A la edad de diecisiete años, convertido ya en un hombre corpulento, se planteó en su vida la necesidad de buscar una compañera, para contribuir con su semilla al progreso del menguado pueblo. Pueblo en el que los niños, tan mal considerados antaño durante el éxodo, habían acabado por ser vistos como una bendición, al resultar su trabajo algo tan necesario para la economía tribal. Si antes no tenían tiempo de nacer y, según el mito indígena, acababan colgando del cordón umbilical de sus madres sin que a ellas pareciese importarles, ahora se les prohibía a los niños comer huevos de ave. Así, literalmente y sin metáforas, por miedo a que sus cráneos se volviesen frágiles lo mismo que las cáscaras. Aunque el temor real era que se rompiesen la cabeza al acarrear el agua a través de los desfiladeros. Y la mala conciencia adulta cuando ocurría una desgracia, era la que había generado tal superstición, igual de absurda esta que otra que afectaba personalmente al herrero… A la edad de Nilo ya cualquier varón tenía una compañera, o incluso varias, pero a Nilo todas las mujeres le rechazaban sin remedio. Y lo hacían por su olor, más que nada, pues Nilo olía todavía al beso de la araña, según un mito por todos conocido y asumido sin crítica. Mito que nada tenía que ver con la higiene, que Nilo no descuidaba en absoluto, sino con una instintiva e insólita superstición que provocaba en los demás, no sólo en las mujeres, un recurrente y mal disimulado rechazo. Superstición que, en él, se situaba sólo un poco más avante en el tiempo que el tópico de su accidentada concepción, el cual por lo demás habría Nilo de compartir con todos los hijos de las generaciones futuras. A los que en adelante se les contaría, como una leyenda integradora, la historia de un pueblo sin tiempo que cruzaba en un enjambre los árboles. En una aérea estampida, escapando del hambre. Huyendo tan rápido de la muerte, que ni siquiera la vida tenía opción para detenerse a florecer, como le había ocurrido a Nilo cuando quedó colgando del cordón que le unía a su madre…

 Y ciertamente aquella etnia, lo mismo que otras montañesas similares, provenía de una larga emigración desde Sudán evitando la hambruna, y atravesando para ello el continente de este a oeste. Aunque lo que en realidad había causado que los habitantes de aquel pueblo relativamente pacífico se atrincherasen en el estéril paisaje montañés norteño, lejos éste de las fecundas tierras más al sur, había sido la invasión de un clan nómada más belicoso y numeroso que el de ellos, que trató de esclavizarles y les obligó a refugiarse en las alturas para conservar su libertad y su cultura, abandonando el llano en el que vivían hasta entonces. El clan hostil era el fulbé, y el pacífico de la montaña era el mafa. Los mestizos fulbé llamaban a los negros montañeses “matakán”, un feo apelativo que aludía con desprecio a que los mafa iban desnudos como si fueran animales, y no vestidos con elegancia como ellos.

 Aunque, desnudos o vestidos, los mafa eran hermosos: ellos altos y fuertes y de grandes ojos vivos. Y ellas muy esbeltas y de suaves facciones que les podrían hacer pasar por europeas, de no ser por el bruñido negro de su piel. Pero ante todo, eran todos ellos, hombres y mujeres y niños, trabajadores duros y bien organizados para subsistir en el entorno más árido y hostil del continente.
 El padre de Nilo era un Brujo de la Lluvia, una suerte de chamán y consejero a quien consultaban para cualquier tema: ya fuese una siembra, un matrimonio, o un simple trueque de los que sostenían la primitiva economía tribal. O también la construcción de una nueva y pintoresca choza cónica de adobe, de las que inundaban la montaña y también el llano próximo, desperdigadas en pequeños grupos entre rocas, o bajo árboles inmensos que las hacían parecer casa de gnomos. Las llamaban bukarú, y cada familia tenía varias, que se construían juntas como una fortaleza en forma de un caserío con una pequeña plaza en medio, y según un plano laberíntico para confundir a los ladrones. Aparte de viviendas, también había cabañas que servían de corral, o para almacenar leña o utensilios u otros usos. Y Al brujo, cuyo cometido principal era el de herrero que forjaba las herramientas de labor, le atribuían también el poder de controlar el clima de la zona, invocando la lluvia tan escasa en las áridas alturas de la cordillera. Y tanto para eso como para sus augurios más comunes, usaba simples y pequeñas piedras de diferentes tipos y colores, que recolectaba fácilmente en cualquier parte  del monte o la llanura de la riquísima reserva geológica en la que moraban, y que les envolvía a cada trecho con su ancestral orografía imponente. Las piedras las esparcía con la mano, simplemente, estudiándolas luego una por una, concienzudamente como si pudiera leer en ellas. Y a veces las arrojaba al aire a poca altura, interpretando su posición después cuando caían.

 Por su parte, la madre de Nilo se ocupaba en mil tareas como cualquiera de las mujeres de allí. Incluidas las niñas, que hacían a la vez de madres, cuidando a sus hermanos apenas más pequeños que ellas. A los cuales solían llevar cargados a su espalda para aliviar un poco a las adultas de sus múltiples trabajos, a los que las pequeñas también contribuían, no obstante. Cierto día durante la estación de lluvias, la joven madre de Nilo, que apenas era una adolescente aún, estaba majando granos de mijo en un mortero para hacer harina, sentada en una estera dentro de su choza puntiaguda, junto a su esposo que se ocupaba fabricando un cesto. Le faltaba ya muy poco para el parto. Y le consultó a su esposo cómo deberían llamar a su esperado hijo, que era el primero de ambos. Entonces él, que por su parte superaba ya los nueve lustros de edad y había tenido numerosa descendencia con otras dos esposas, muertas ambas en la misma epidemia de viruela, dejó el cesto y tomo su rosario multicolor de piedrecitas que guardaba en un cuenco de barro. Las lanzó con suavidad sobre la estera, y se desperdigaron con la forma de una espiga. Él dijo que eso era una buena señal para el que había de nacer, pues la espiga representaba el alimento, pero también el curso de un río y sus afluentes que fertilizaban las tierras de cultivo. Y le habló de un inmenso caudal mucho más allá de la seca montaña e incluso del país, que atravesaba de sur a norte el continente llenándolo de vida. Añadió que sus ancestros habían morado antaño en sus riberas en Sudán, antes del éxodo. Y a ella le gustó el nombre de ese río, cuyo significado etimológico era además ése: “río”, y no otra cosa. Así que lo adoptaron los dos para su hijo que, pese al presagio fértil, nació con la sequía.

 Un día al atardecer, cuando Nilo contaba ya tres meses, y después de una dura jornada de trabajo a pleno sol con las demás mujeres y hombres de la aldea, cazando lagartos y ratones, recogiendo yerbajos comestibles y buscando afanosamente algo de agua en las grietas del suelo, su madre le cargó a la espalda después de amamantarle, aunque ella misma estaba desnutrida y eso la debilitaba más aún. Se dispuso a subir con él a la atalaya entre rocas donde se sembraba el cereal. Cada caserío familiar tenía allí su silo para consumo propio. Pero con la brutal sequía de ese año, se había construido una reserva comunal en la atalaya, para paliar la hambruna colectiva en la ladera. Allí se almacenaba una reserva de mijo de emergencia, a la que tuvieron que recurrir ya casi al final de la cruda estación seca, que parecía no acabarse nunca... Combinado con otros cultivos no tan resistentes a la aridez y las heladas como el maíz y el cacahuete, el mijo era la principal base nutritiva allí y soportaba bien las inclemencias, aunque se considerase un cereal de segunda clase en otras latitudes de economía más boyante, donde se empleaba solo como comida para pájaros. Y ciertamente allí había muchos, que a veces picoteaban algún grano perdido de los silos. Aunque eran los nativos los que parecían volar subiendo la atalaya rápido, y luego picotear en ella, cuando lo que en realidad hacían era doblar el espinazo, para sembrar o recoger el cereal con herramientas básicas. Trabajando afanosamente en la terraza de los bancales de piedra, que se adaptaban suavemente a la ladera como curvas de nivel, y ascendían escalonadamente hasta la cima de cada montaña del pobladísimo macizo de Mandara.

 La estatura de los mafa sí era alta, aunque la encogiesen todo el tiempo para la agricultura o para buscar fuentes de agua en esa cima yerma montañosa del país. O simplemente para trabajar en la cima, en la agricultura o lo que fuese. Siempre en cuclillas, sin sentarse en el suelo. Y siempre en un altillo, desde el que poderse distraer en sus labores mirando de vez en cuando abajo a sus hermanos de los bancales inferiores, similares estos a hormigas desde el mirador de la montaña. Vigilando los caminos del llano donde acechaban los cazadores de esclavos. Y avisando también de la presencia de panteras, que abundaban allí y podían salir detrás de cualquier roca. Ocultas en cualquier resquicio de aquel árido altozano de granito, dispuestas a atacar a los lugareños de improviso, como sucedía algunas veces.
  Al descender el mapa en dirección sur, lo hacían también la aridez y la altitud geográfica. Y la estatura de los pobladores bajaba también y la fertilidad crecía, hasta la selva sur donde habitaban los pigmeos.
  Pero allí en el norte seco de la cordillera, se iba a hacer ahora un reparto colectivo de la última reserva de grano, y la madre de Nilo se preparó para buscar la pequeña parte que le correspondía, colgando a su pequeño de la espalda en un hatillo. Su esposo estaba fuera de la choza, cumpliendo otra de las funciones que le correspondían como herrero jefe, que consistía en dirigir los entierros. El fallecido era otro niño, algo mayor que Nilo y víctima de una meningitis agravada por el hambre por la sequía estacional. Y el sepelio se celebró según el rito de la tribu para los infantes, que consistía en envolverles por completo en una piel de vaca entre cánticos de duelo, y luego enterrar su tronco en un hoyo en el suelo después de haberles serrado la cabeza, que se ponía después en la rama alta de un árbol dentro de una olla hasta la próxima luna, como parte de un rito para el descanso de su espíritu.  

 En su ausencia, el padre de Nilo había dejado en la estera el pequeño cuenco de arcilla lleno de las piedrecitas adivinatorias, que no llegaba a un palmo de diámetro. Ella miró otros varios recipientes dentro, similares de aspecto aunque más grandes. La mayoría los había fabricado ella misma, pues como esposa de un herrero le correspondía ese trabajo de alfarera, entre otros específicos como el de matrona que se sumaban a los generales de la tribu. No pudo hallar, de una ojeada, ningún otro pequeño para la ración humilde. Y además pensó que a él le daría igual uno que otro. Así que vació las piedras del cuenco menor en uno grande, con la idea de llenar el pequeño de mijo en el almacén de la atalaya, para molerlo luego a mano y hacer un pequeño pan con él. O simplemente consumirlo como solían en su pueblo, hecho una bola molida y con una pobre salsa elaborada a partir de cualquier tipo de hojas que encontrasen por ahí en su entorno árido. Y ya arriba en la terraza con su hijo, esperó con paciencia la cola del reparto frente a un gran silo de barro, cuenco en mano. Cada una de las mujeres que aguardaban turno, llevaba algún tipo de pequeño recipiente similar al suyo. El reparto lo hacía otra mujer, con una espátula hueca de madera con la que llenaba uno a uno los envases, con cuidado para que no se desperdiciase un grano. Cuando ya casi le tocaba a ella, se impacientó y se fijó en el tronco hueco de un árbol caído junto al silo, que en realidad llevaba años allí. Le pareció una cuna perfecta para aprovechar el tiempo de espera y despiojar en ella a Nilo. Así que se desanudó el hatillo, y depositó a su hijo en el tronco con cuidado. Cuando estaba en la labor, le avisaron que ya era su turno. Así que lo dejó allí a solas por un par de minutos, pero sin dejar de vigilarle de reojo. Se distrajo solo un momento, cuando le llegó la vez y la mujer de la espátula llenó muy circunspecta su pequeño envase hasta el borde. Entonces, con el cuenco ya lleno, escuchó un estallido de llanto, miró rápido al tronco y sintió un escalofrío…

 Una araña venenosa enorme de color anaranjado, pendía sobre Nilo rozándole el rostro con sus patas y abarcando su cabeza. No se lo pensó, y arrojó el cuenco lleno de grano entre unas matas. Llegó hasta el tronco en un par de zancadas, aparto la araña de su aterrorizado hijo con un seco manotazo, y luego la aplastó con firmeza con su pie desnudo contra el suelo polvoriento. El pánico cundió entre las demás mujeres, incluso más que en ella. Pero era un pánico sereno, sin histeria, y apenas si se escuchó algún grito. Pues allí estaban todos muy habituados a vivir al límite siempre, sometidos no solamente a la enfermedad y el hambre, sino también a toda clase de peligros físicos, y a la muerte... En cualquier caso fue un error de la madre, pues era habitual que las tarántulas usasen huecos en los troncos para hacer sus nidos. Y tras el susto, ella consoló a su bebé indemne, que lloraba como un descosido. Y luego las demás mujeres la ayudaron a recuperar del suelo el mijo grano a grano, hasta llenar con él de nuevo el pequeño recipiente de barro que había salido ileso también cuando ella lo arrojó sin más para auxiliar a su pequeño, gracias a que lo mullido del matojo amortiguó el golpe. Pero ya no quiso saber más de aquel envase, que rechazó supersticiosamente. Alegando, sin faltar a la verdad, que se había sentido atraída por él siempre de una forma extraña, desde la primera vez que vio usarlo a su esposo en sus augurios. Y que esa rara fascinación había contribuido a hipnotizarla ahora, haciendo que descuidase por un instante a su hijo…  

 Su marido volvía del entierro, al que llegó con retraso cuando ya habían decapitado el cuerpo infantil muerto. Eso le frustró de una manera extraña, como si le estropeasen un plan oculto con ello…de modo que se limitó a supervisar la inhumación. Y en el camino de regreso, le contaron el suceso con la araña, y él corrió a la choza donde se cercioró de que su familia estaba bien. Y allí su esposa, que se había apresurado a volcar el alimento en otro recipiente de los muchos que tenían apenas volvió a casa, le contó su versión de lo ocurrido brevemente, una vez que le devolvió el cuenco vacío. Aunque él ya estaba al tanto del hecho, que le contaron de forma exagerada y centrándose en la araña y no en el cuenco, como en realidad era lo lógico. Aunque lo hicieron cargando mucho las tintas, y poniendo en marcha en adelante, con aquella  habladuría que al final creció y se volvió cada vez más delirante, el nuevo mito de una maldición eterna que habría de perseguir a Nilo para siempre…  

  Él explicó a su esposa que aquella tarántula naranja era muy venenosa y agresiva pero no mortal para un ser humano en principio. Si bien podría haber dañado gravemente el organismo de su hijito tan pequeño y débil, con nefastas consecuencias. Y que ella había corrido también el riesgo de ser envenenada, cuando la golpeó con la mano y la pisó con su pie desnudo luego sin protección alguna. Aunque no dramatizó mucho tampoco y, para calmarla, aceptó a regañadientes deshacerse del cuenco, que para él no era un recipiente más, como ella había creído. Le explicó que, al igual que le sucedía a ella, aquel pequeño envase le había infundido siempre una profunda atracción casi magnética que no podía explicar bien. Aunque sí que había bastado para hacer que lo escogiera entre los otros muchos que tenían, como depósito de su multicolor rosario mineral para los augurios. En realidad mintió, pues él sí que sabía por qué le fascinaba el cuenco…y, de hecho, le ocultó a ella datos importantes. Cuando ella le espetó que quería hacer pedazos ese objeto, y que para guardar sus piedras le podría servir el que ella improvisó antes de subir a la atalaya o cualquier otro, él se puso a la defensiva y se negó a romperlo. E improvisó una excusa para ello, alegando con razón que en aquel yermo montañoso los recipientes eran tan escasos como el alimento, aunque ellos tuviesen la suerte de poseer muchos a su disposición en su cabaña. En parte porque los fabricaba ella misma con barro. Y en parte porque también habían heredado algunos de sus ancestros más lejanos, que los habían usado antaño igual que ellos ahora, para comer y beber paliando su necesidad durante el crudo éxodo desértico en otras latitudes. Hasta asentarse finalmente en la montaña que, con toda la dureza de la vida allí, resultaba ser, en comparación, un paraíso. Un lugar arisco pero hermoso al fin, en el cual la vida tenía al menos una opción de florecer, aunque fuera bajo la amenaza de una araña… 

 Así que al final ella cedió, y decidieron ambos que él mismo llevaría el cuenco de regreso al silo en la atalaya comunal, y lo depositaría allí por si alguien quería hacer uso de él. Ya había concluido el reparto de cereal, y en la atalaya no había nadie. Dejó el cuenco en el silo, y examinó con discreción el entorno donde estaba el tronco hueco. Allí seguía el cadáver pisoteado de la araña, cuya cabeza había quedado desprendida... o no, según se viese. Pues como tal arácnido lo que poseía era un cefalotórax más bien, en vez de una cabeza independiente. De modo que dudó por un momento si lo que tramaba serviría... Pero al fin se decidió: miro a ambos lados para cerciorarse que el lugar seguía desierto. Se apartó de la araña unos tres metros. Y a esa corta distancia, sacó de su túnica una caja de madera que siempre llevaba consigo. Estaba tallada con glifos y tenía la forma de un dado perfecto, cuyas seis caras eran del tamaño de la palma de su mano. De la caja extrajo un pequeño y corto tallo hueco, taponado por un lado y cortado de forma transversal por el opuesto, para que sirviera como rudimentario cuentagotas. La caja se abría con una tapa corredera en una de las caras del dado. Y la dejó allí abierta en el suelo, apoyada con el hueco mirando hacia el cadáver animal… Volvió a la araña aplastada tallo en mano, para destilar una sola gota de agua sobre ella, en realidad la última. Al tiempo que formulaba un conjuro, pero sin emitir sonido alguno, moviendo sus labios solamente... Arrojó el tallo vacío luego entre las matas, y corrió de regreso a la caja. Se agachó y tamborileó con sus dedos sobre la madera, pero no al azar sino con una pauta aprendida, que funcionó como un reclamo vibratorio. Y algo muy rápido y muy vivo de color naranja, superó deprisa los tres metros y se metió en el hueco de la caja. Él cerró la trampa de golpe, y se guardó el dado de regreso a la túnica, con la presa dentro…  

 Luego volvió la lluvia ansiada a la montaña. El granito del macizo absorbió el agua disuelto en barro fértil, y llenó las grietas y riachuelos hasta la próxima sequía. Creció, así, de nuevo la población y los cultivos. Y Nilo hizo lo propio con el tiempo, hasta convertirse en un hombre. Y con él y con los años, creció también el mito de la araña a su costa, que terminó adquiriendo rango de leyenda, cuando se mezcló con el más antiguo y genérico referente a la accidentada descendencia de la tribu en su conjunto. Según la nueva mistificación, la araña, que había dudado un segundo en inocularle su veneno, había muerto dejándole marcado con un sello maldito, y sólo después de haberse ido con su alma y con su suerte. Nilo debería buscar al animal en el Más Allá tras su propio deceso, en una jungla idéntica a la de su nacimiento entre los árboles, aunque él había nacido en la montaña, en realidad. Y una vez lo hallase, debía sacrificarlo de nuevo en aquel plano espiritual para recobrar su alma. Únicamente entonces sería feliz, cuando acudiese al cántico de sus hermanos de la tribu en el paraíso de los muertos. Los mismos hermanos que, aunque le respetasen por otro lado por su calidad como artesano, se apartaban en general de él como si fuese un bicho raro. Y todo por la injusta superchería de un inexistente olor maldito que, en su imaginación, todos acababan por confundir con un verdadero olor físico.

 Finalmente la leyenda de Nilo no era más que la versión tribal de una infundada segregación social por motivos espurios, más propia de la sociedad civilizada que de aquélla, que también tenía sus fallas... Pero, fuera como fuese, él la sufrió en silencio siempre, singularizada sobre todo en el desprecio de las mujeres, que le rehuían  invariablemente. Ninguna le hacía caso, pese a su talento de alfarero. Y a pesar también de su prestancia física hercúlea superior incluso a la media varonil de allí, que era muy alta. Tampoco querían saber nada al respecto las familias, que era a las que correspondía entregar a la futura esposa. Una vez aceptado libremente por la novia, era el novio quien aportaba una dote a sus suegros, como compensación por perderla ellos a ella como fuerza de trabajo en la familia. Y aunque un alfarero como Nilo sí tenía recursos de sobra, y además era alguien bien considerado allí por su imprescindible oficio, el supuesto encantamiento de la araña se convirtió en una maldición de hecho para Nilo, forjada a golpes ciegos con el martillo del miedo sobre el yunque del prejuicio atávico... 

 El caso es que, a la larga, Nilo se volvió melancólico y descuidó el trabajo. Y al final acabó por alejarse del horno. Se acostumbró a dar largos paseos solitarios, cada vez más prolongados en el tiempo y cada vez más lejos de la tribu, caminando en descenso a través de un desfiladero en forma de herradura, por una senda plagada de los restos de desprendimientos rocosos. Para los visitantes del macizo de Nilo, todo parecía despoblado a simple vista. Hasta que descubrían el pezón de un bukarú asomarse detrás de cada roca al avanzar, y, con él, el de los demás del caserío. Pero para quien abandonaba la montaña como Nilo ahora, lo que parecía interrumpirse era el camino en sí, dejando estupefacto al caminante en la duda de si poder seguir. Como si allí se terminase el mundo, al toparse éste con los recodos de la intrincada ruta. Pero sobre todo con las moles de piedra de los peñascos desprendidos interrumpiendo la senda, como ruinas que, caídas del cielo, permaneciesen allí desde etapas geológicas inmemoriales. De este modo los paseos se prolongaban a veces durante días, una vez que Nilo abandonaba la montaña de su clan de origen, aunque sin alejarse demasiado. Gemela ésta elevación a otras tantas de igual origen volcánico e idéntica apariencia inhóspita que, desde el mirador natural de la garganta, cuando a la postre se abría ésta al horizonte sin obstáculos, y habiendo culminado el caminante ya la mitad de su descenso, conformaban con ella un paisaje fantasmagórico y cautivador al mismo tiempo, con el aspecto de un ancestral anfiteatro plagado de imponentes agujas de catedrales de piedra a las que el sol del ocaso aportaba un tinte rojizo. En una de estas excursiones, Nilo caminó hasta descender del todo la garganta y llegar a un vasto río navegable de aguas tranquilas como las de un lago, y lo dejó atrás para ascender a una loma, todavía en terreno rocoso. Tras ella se abría una inmensa llanura amarillenta plagada de arbustos desperdigados. Era la sabana, que se extendía luego hasta la infinitud en el horizonte en el que los arbustos acababan por desaparecer, como último resto de vegetación del vasto llano, que se prolongaba ya lejos de la vista en un desierto no menos inmenso y uniforme hasta Libia. No lejos de la loma, como un rastro pardo en la llanura, se dibujaba una amplia carretera de grava obra del hombre europeo, la cual conducía en su extremo más meridional a uno de los antiguos asentamientos misioneros británicos, que habían precedido la instalación de factorías en la región como forma de sustituir el comercio más digno de palmiste por el tradicional de esclavos. Pero la presencia británica primero, y luego la alemana que acababa de llegar, no lograrían alterar jamás en lo más mínimo la vida ermitaña de los pobladores de la montaña entre los que se encontraba Nilo, los cuales sin embargo hacía meses que habían tenido sus primeros contactos con el hombre civilizado. Aunque se trataba de intercambios tímidos, si se los comparaba con los que mantenía la tribu más poderosa de la zona, cuya división interna empezaría pronto a favorecer la instalación en aquel territorio de nuevas factorías alemanas en competencia con las primitivas inglesas. Pero los pacíficos montañeses mantenían sólo un canje rudimentario con los europeos, obteniendo de ellos semillas de trigo y minerales para ellos difíciles de encontrar, como el cobre y el estaño, con los que mejoraban las primitivas vasijas de tosco hierro. Luego las vendían a los propios blancos suministradores de la materia prima, junto con otros útiles forjados que eran el orgullo del clan familiar de Nilo. Clan alfarero al que los europeos designarían con el tiempo con el muy generalizador e impropio apelativo de "Yaundé", adoptado por un absurdo azar administrativo pese a designar la futura capital de aquellas tierras. La cual, antes de convertirse en centro político dos décadas más tarde, se fundaría primero como una ciudad más, aunque importante, destinada a la investigación agrícola y al lucrativo comercio de marfil. Y situada entre colinas muy al sur al otro extremo del mapa del país, muy lejos de Nilo a más de mil kilómetros del norte montañoso. Dicho toponímico geográfico, sería empleado luego para todas las ramas de sangre descendientes del propio alfarero, cuando en el futuro se convirtiese éste en el emblemático patriarca de una de las más poderosas familias del país en su conjunto. Y mantenido después para siempre en su familia, en paralelo a los esfuerzos inútiles de los historiadores por descifrar bien el oscuro origen nómada del clan, cuyas ancestrales pisadas en la arena de Sudán parecía haberlas borrado el siroco de la Historia. Al menos hasta su enclave final, eso sí, en el vértice montañoso septentrional del alargado triángulo geográfico de Camerún.




 Pero pasarían todavía algunos años para esto. Por el momento Nilo se puso en cuclillas y aguzó la mirada. Oteó el horizonte desde la elevación de roca, y descendió la loma al fin hasta plantarse en la misma carretera. En un primer momento le pareció desierta, hasta que cayó en la cuenta de una lejana nube de polvo que iba en aumento con el también creciente estruendo de un tiro de caballos. En un reflejo, corrió a ocultarse tras una mata. Y desde su refugio vio pasar como una exhalación la diligencia, en una de cuyas ventanas acertó a ver, fugaz, una delicada mano femenina que dejó caer un bulto en la grava al parecer por accidente. Cuando se alejaba el vehículo, Nilo salió  de su  escondite y se acercó, sigiloso, para ver más de cerca el objeto, que no era otra cosa que un simple neceser, aunque él no había visto uno nunca. Había quedado abierto al caer, y su escasa mercancía se desparramaba por el suelo. Contenía un pañuelo bordado, un pintalabios, un rosario de cuentas de marfil, un costurero y un coqueto paquete del tamaño de la palma de una mano. Nilo lo recogió todo muy rápido, y volvió tras el matojo para curiosear mejor allí. Temía que la diligencia pudiese volver, aunque ya sólo quedaba una nube polvorienta como la de antes, pero alejándose. El sol tenaz del mediodía le cegaba y le hacía sudar. Se limpió el sudor de la frente con ambas manos, y ya agachado en su escondite tasó el valor del tesoro, decepcionado sin encontrarle utilidad. Sólo le gustó un poco el rosario de marfil que creyó un collar, hasta que vio que era pequeño para su grueso cuello y lo arrojó a la mata. Y luego hizo lo mismo con el resto incluido el neceser. Con la excepción del pequeño paquete, que conservó y tanteó con curiosidad, cuando volvió a ponerse de pie lejos ya de la mata. Se trataba de una masa compacta, con el tamaño y la forma oval de un gran guijarro de río, que llenaba apenas la palma de su manaza gruesa de alfarero. Era de color azul intenso, además, como el cielo que le cubría a él ahora. Y venía envuelta en un delicado papel de seda traslúcido. Nilo rasgó el papel, y un hálito de perfume dilató las ventanas de su nariz cuando se le  ocurrió olerlo. Entonces se le resbaló de las manos sudadas. Y tras agacharse a recogerlo, notó que con la humedad su áspera corteza se hacía suave como el palmiste al acariciarla con las yemas de sus dedos. Y escurridiza también como la piel de un reptil entre las palmas de sus manos. Las cuales se llevó al rostro preso de éxtasis, al comprender que acababa de encontrar de una forma imprevista la llave de su felicidad más esperada. Y sin saberlo, también la de su futuro...

 Pero por el momento apuró el paso de regreso a la aldea, impaciente por mostrar a todos su hallazgo. Sin embargo se detuvo tras ascender de vuelta la loma, dando la espalda a la carretera. Y contempló desde allí el río que brillaba en su vastedad roto en un millón de diamantes de agua. Con el fulgor del sol que le deslumbraba también a él al proyectarse, en sus orillas, en el pulido espejo oval de los guijarros gigantes, desperdigados allí por el azar de erosiones prehistóricas. Entonces concibió una nueva idea, la de triunfar y guardar al mismo tiempo su secreto. Descendió a la carrera el resto del promontorio hasta el cauce, y se lanzó desnudo, seguro, a la corriente. Sin soltar su tesoro, hasta que el agua le llegó a la cintura. Se embadurnó entonces todo el cuerpo con aquello, algo sorprendido al ver que producía una espuma suave, como el moqueo de un niño. Pero apenas reparaba en nada. Terminó y completó en una jornada de un tirón el camino hasta el poblado, en el que entró triunfante dando saltos y gritos, rompiendo la paz de las tareas cotidianas y provocando que le tomasen por loco. Los hombres trabajaban en su totalidad en ese instante en la atalaya donde se almacenaba el mijo, desde la cual se dominaba la aldea. Por eso abajo todo eran mujeres, que se ocupaban en mantener vivos los hornos, y también cocinando o alimentando a sus hijos. Algunas salieron de las chozas y el resto lo dejaron todo, contagiadas por la euforia de Nilo al que rodearon llenas de expectación, formando un corrillo primero que acabó pronto en tumulto. Nilo tomó entonces de repente sin más, por la nuca, a una de las más jóvenes, apenas púber. Antes notó algo especial en ella, pues su piel, aunque negra, era ligeramente más clara de lo propio allí, con un tono caoba. Iba más vestida y maquillada que las otras. Y además, en lo personal, a ella no parecía importarle tanto su olor como su aspecto…

 Pero él estaba eufórico, y no lo pensó más: le aplastó sin miramientos el rostro contra sí, obligándole a que le oliera el pecho, que con su escasa estatura inferior a la del varón quedaba justo a la altura de su frente. La chiquilla se echó atrás, embriagada. Y volvió  a pegar la nariz a su pecho, esta vez por propia voluntad, aunque sin dignarse a mirarle al rostro aún, tan orgullosa... Entonces retrajo de nuevo la cabeza y le sonrió, mirándole a los ojos por fin abiertamente, de manera tan profunda como hipnótica cuando le juzgó óptimo…

 Pero las mujeres adultas terminaron apartándola, sumando ellas la curiosidad contemplativa a la histeria. Ansiosas por comprobar por ellas mismas el milagro de la muy perfumada piel de Nilo Yaundé que transpiraba una orgiástica emanación por cada uno de sus poros. Tuvieron que bajar los hombres a sofocar aquella loca manifestación espontánea, antes de que las más osadas acabasen por arrancarle a Nilo la piel a tiras para llevarse una muestra. Aunque al final la cosa no llegó a mayores. Y cuando se despejaba la marabunta femenina, la bella chiquilla de apenas doce primaveras a la que Nilo obligó a oler su pecho, corrió de regreso con su hermana mayor, que era aún más hermosa que ella y tenía diecisiete años de edad, igual que Nilo. En realidad la pequeña había acudido por curiosidad al tumulto, animada por su hermana que no dejó de analizar a Nilo desde lejos…
  
Ambas pertenecían a una etnia nómada dedicada a la ganadería, emparentada con la misma islamizada que había obligado a la de Nilo a refugiarse en la montaña. Pero aquella variante concreta iba por libre, manteniendo algunas costumbres primitivas ajenas al islam, como la poliandria. Se les conocía como los bororo, y llevaban ya algún tiempo manteniendo con los mafa de Nilo algunos trueques. En la aldea de Nilo no había sal, y como mucho obtenían a veces sales minerales del estiércol, con un tedioso proceso de repetidos filtrados con el agua escasa allí, que además no compensaba el esfuerzo. Así que los bororo se la cambiaban a los mafa por colorante para su maquillaje y sus bellos vestidos, que los mafa imitarían algún día. Y belleza no les faltaba a los montañeses, pero los ganaderos nómadas vestían más y mejor y les obsesionaba acicalarse. De hecho para los bororo la belleza física corporal, no solo la ropa, era el principal valor luego del ganado. La familia quedaba en tercer término. Aunque no todo lo reducían a la economía o  la estética, pues su principio esencial como comunidad, de hecho, era una generosidad sin límites. Lo regalaban todo. En caso extremo, hasta la última leche de sus vacas. Cuando se acababa el pasto, se disponían al peregrinaje: recogían en una red las calabazas decoradas y talladas por las mujeres con orgullo, utilizadas para depositar y fabricar la mantequilla que les servía de alimento. Las ataban a lomos de los burros, lo mismo que sus demás enseres. Cargaban también, insólitamente, con las pesadas camas familiares de madera, que para ellos eran una comodidad innegociable, pues en sus campamentos nadie dormía en el suelo. Y desaparecían como nómadas que eran, en busca del sustento y la belleza en otra parte.    

 Ahora, la mirada de Nilo se cruzó con la de la ganadera mayor, que conducía un pequeño hato de vacas junto a la pequeña, y cruzó la aldea de Nilo por azar. En realidad eso era tarea de los hombres en su tribu, a los que pertenecía también todo el ganado. Pero ellas se habían desviado un poco de la manada grande con el hato, buscando pastos frescos por la zona, justo cuando Nilo hizo su entrada apoteósica. La pequeña murmuraba al oído de la mayor su experiencia con el hermoso alfarero. Y la mayor, que tampoco había dejado de mirarle sin ser vista, rompió entonces en el acto una regla no escrita de su propia tribu, tan sociable ésta como desconfiada en un principio, la cual ni siquiera la pequeña se había atrevido a violar tan fácilmente hacía un minuto. Así que miró a Nilo a los ojos sin más, con sus propios ojazos de pantera. A la primera. Sin prolegómenos y con absoluta confianza. Y él la miró a ella. Fue sólo un segundo. Y no fue sólo un flechazo. Más bien fue que cruzaron sus flechas, cuando la belleza mutua les desarmó a los dos en lo profundo. Y les dejó allí mismo unidos, no solamente en cuerpo sino también en espíritu, en un fugaz instante que podría haberse vuelto eterno. No habrían necesitado tocarse tan siquiera, en el futuro. Pero ahora, ambos entendieron que tenían que moverse. Las hermanas siguieron su camino con las vacas. Y Nilo se quedó algo melancólico de pronto, pasada ya la explosión de triunfo. Seguía hipnotizado por la mirada de pantera, pero dejó eso al margen por un tiempo. Pesó en su mente con fuerza el evidente hecho de que ella pertenecía a otra raza y otra tribu, y que en la montaña aislada el mestizaje era algo insólito…Así que no quiso aceptar que se quedó prendado de ella en un instante. Y se engañó a sí mismo juzgando aquel impacto ineludible como un simple espejismo de su euforia. De momento decidió mantener oculto allí el origen secreto de su perfume. Y, creyendo que podría olvidar a la pantera, la anécdota le sirvió para convencerse a sí mismo también de que, a partir de entonces, su suerte de varón cambiaría definitivamente, y tendría cuantas mujeres quisiese en la aldea. Pero se equivocó bastante en sus expectativas, porque a esas alturas ya todas las mujeres allí tenían pareja, o mejor dicho todos los varones tenían una o varias compañeras, las cuales se repartían al mismo hombre sin demasiadas rencillas. Y como en la tribu la fidelidad era tan sagrada como la poligamia, Nilo no pudo obtener tampoco ningún préstamo. Sólo estaban libres, como siempre, las estériles, despreciadas por no poder concebir. Pero con su reciente éxito, había renacido en Nilo el orgullo, y no quiso saber nada del asunto. Pese a todo, a la larga le sonrió fugazmente el destino, y tuvo suerte con una de ellas, a la que, celoso, su hombre arrojó un día de la choza repudiándola, tachándola de holgazana y harto de oírla alabar las cualidades odoríferas de la piel de Nilo. La muchacha, no muy bella de rostro pero bien formada y esbelta, cogió a Nilo de la mano una noche bajo una rotunda luna llena. Y le llevó aparte, hasta un terreno yermo detrás de un caserío, tras un corral lejos de cualquier cultivo, pues una superstición de la tribu prohibía estorbar con el amor el sueño de la tierra. Nilo había repetido antes en secreto para ella el rito del perfume, lo cual ella apreció, cuando se amarró satisfecha a su antebrazo para olerlo. Pero enseguida se separó de él, y Nilo observó entonces de pié, impaciente, los movimientos de la mujer, que se tumbó desnuda frente a él con languidez sobre el suelo arenoso, cara arriba esperándole. Cuando Nilo la iba a abordar sin poder aguantar más, ella hizo de pronto un gesto que le dejó paralizado. Acostada como estaba, pegó contra el pecho las rodillas quedándose en posición fetal, pero con los muslos abiertos de par en par y los pies cabrioleando en el aire, en parte por juego y en parte también para dejarle a él así más franca la entrada de su sexo. Y esto al mismo tiempo que incorporaba un poco el tronco, para extenderle, juntos y rectos, en una pose al final casi gimnástica, unos brazos cuya invitación Nilo no estuvo en disposición de aceptar, mientras daba un paso atrás, horrorizado: miró cómo la brumosa luz lunar bañaba su negra piel de ébano, y vio la araña...

 Sintió una náusea visceral, tenaz, irreprimible, que hizo renacer en él un viejo pánico, y se fue de allí sin pensárselo dos veces. Cuando ya no le veían, echó a correr incluso, y no se detuvo hasta llegar a su choza solitaria junto al horno separado del resto. Y allí se sentó y trató de relajarse, sintiéndose estúpido y arrepentido de aquella mala jugada de su instinto. La cual al final tuvo irreparables consecuencias, pues la mujer no quiso saber ya más de él en el futuro, ofendida por lo que creyó un desprecio intencionado. Y así Nilo se vio irremediablemente abocado de nuevo a su soledad inveterada.
   
Pero esta vez desistió y evitó compadecerse. Volvió de nuevo a sus tareas en la fundición con más coraje que nunca, para olvidar sus males. Y hasta un mes después no volvió a reanudar sus paseos, cuando lo hizo al fin picado por un especial interés en ahondar más en la naturaleza de su hallazgo secreto. Regresó  varias veces a la carretera de grava, la misma en que su destino le hizo toparse por azar con el curioso objeto menguante y perfumado. Y, aunque apenas lo utilizó más desde la primera ocasión, una vez que Nilo se vio libre de la maldición odorífera, al menos en su aspecto de segregación social, el objeto fue perdiendo poco a poco su volumen hasta adquirir apenas el tamaño de una nuez. Una mañana, enfrió en el agua una hoz que acababa de pulir al rojo vivo. Y abandonó luego la aldea, discretamente por una senda lejos de las chozas. Tratando de no tropezar en ella, con sus grandes pies descalzos, con los jarrones vacíos rituales dispuestos aquí y allá en el suelo por las víctimas de algún supuesto maleficio, que los situaban en puntos estratégicos de cualquier camino de la aldea. Con la intención de que el causante de sus males se delatase como tal, al tropezar con alguno en concreto. Recibiendo también de regreso su maldición propia al hacerlo, aunque Nilo pensaba más en un objeto que le podía reportar un beneficio, en cambio...

 Así que, ya en la carretera, le enseñó su sencillo tesoro a un pionero alemán que pasaba por allí en su bicicleta, feliz de haber encontrado por fin a alguien que resolviese sus dudas. El ciclista cuarentón se asustó en un principio, al ver plantada ante él la imponente anatomía del joven Nilo Yaundé cerrándole el paso. Pero se tranquilizó enseguida, al comprender por su sonrisa franca que no había nada de amenazador en él. Además dedujo pronto, por el dialecto que usaba, que Nilo debía ser uno de los miembros de la mítica y pacífica raza de alfareros que se recluía en la montaña, aunque su talla física era superior incluso a la media bastante alta de su pueblo. Y de hecho Nilo se mostró muy cordial todo el tiempo, después de haberse quedado él observando el artilugio de acero a pedales con asombro, como si fuera un raro animal mecánico salido de la fragua de un loco...

 Al final, el joven herrero le preguntó al maduro pionero dónde podía encontrar semillas para que creciesen más tallos perfumados como ese. El alemán tomó en su mano la nuez pastosa casi derretida, que le costó reconocer. La olió, se la devolvió y le explicó al salvaje, lo mejor que pudo, que aquello no crecía de la tierra, sino que se cocinaba con calor, igual que un guiso. Además, le contó, hacía falta una sustancia llamada potasa para elaborarlo, y algún tipo de aceite. De todos modos le desanimó, y le dijo que la fabricación no era tan sencilla. Pero ante la insistencia de Nilo, con el que el alemán se comunicó con los pocos rudimentos de lengua indígena que conocía, prometió venderle los productos necesarios si le esperaba otro día allí mismo. Nilo asintió. Le hizo repetir al europeo lo de "potasa", que le sonaba gracioso, y llegó con él a un acuerdo para pagarle en especies la mercancía.
  
 Y allí se reunieron la semana siguiente. El pionero alemán apareció sudando a chorros en su bici, pedaleando con una gran mochila que desbordaba el portabultos del vehículo. Extrajo de ella su parte del trato, distribuida en numerosos frascos y paquetes. Y alcanzó a Nilo también un manual encuadernado, con todas las indicaciones para la elaboración del producto. Estaba escrito en francés, pero Nilo solo reparó en los dibujos cuando lo tuvo en su poder. Una vez que lo abrió de par en par, después de haberlo sopesado sin mucho agrado un instante antes, como si le inspirase una desconfianza instintiva...

 Y en realidad ese rechazo hacia el papel escrito lo compartía Nilo con toda su tribu, por la que habían pasado los misioneros hacía años, en un paciente esfuerzo por censar a su ermitaña población dispersa en los bancales. Del aparente desierto de desperdigados caseríos camuflados entre rocas, surgió al final una muchedumbre inverosímil, una vez que reunieron a toda la población de la montaña en el mismo sitio y hora para el censo. Apuntaron minuciosamente en libros de registro los nombres y ocupación de todos cuantos pudieron, después de obligar a los reticentes a censarse conducidos por fusiles y bajo la amenaza de quemar sus casas. Nilo retenía en su memoria la imagen de una multitud abigarrada bajo una arboleda cuando anochecía durante el segundo censo. Rodeando a un misionero que pasaba lista allí desde temprano en la mañana para actualizar el anterior registro. Sentado este ante una mesa plegable, y escoltado a ambos flancos por dos niños indígenas inmóviles, sobre cuyas cabezas había colocado sendas lámparas de petróleo para poder leer bien en la penumbra. Todos allí le miraban embobados y algo inquietos. Sin llegar a comprender cómo podía conocer aquel metódico sujeto todos sus nombres y quehaceres, que en realidad había escrito otro misionero un año antes, y él sólo repasaba en el papel ahora. Pues, aunque le veían leer, no comprendían bien qué cosa era la lectura. Para los montañeses aquello era brujería. Y lo asociaban también con un abuso de poder, y con la pérdida de su libertad, no sin razón. Y eso que  la colonización aún no era efectiva, pues con ella y tras los censos llegarían en el futuro los impuestos...
  
 Ahora Nilo abrió al azar el libro del germano, con recelo. Y se fijó en uno de los grabados, que de pronto le hizo mudar su gesto agrio para soltar una carcajada, al tiempo que se lo señalaba con complicidad nerviosa al europeo. Representaba una mofletuda mujer blanca de rizos rubísimos, metida en una bañera con el agua hasta el escote, rebosante de felicidad y espuma. El alemán, que era miope, se había quitado los lentes para limpiarlos con un escupitajo, y sonrió mecánicamente sin ver nada, por cortesía y pendiente sólo de recibir su parte. Entonces Nilo comprendió: pidió al alemán que le sostuviera el libro sin cerrar, le dio la espalda y se encaminó a la mata. Desapareció tras ella durante un instante, que el  alemán aprovechó para secar las gafas, con una hoja que arrancó sin muchos miramientos del manual abierto, que era lo que tenía más a mano. Pensó arrugarla hecha una bola y arrojarla al suelo. Pero la dobló un par de veces, por un escrúpulo ecológico a la larga, para no ensuciar el paisaje virgen. Así que se la guardó plegada en su chaleco de campaña, junto con un pequeño tomo ribeteado que sobresalía del bolsillo. Extrajo luego del bolsillo opuesto al del chaleco un pañuelo limpio, que juzgó más apropiado que el papel para sacar el brillo final al pulido cristal de los anteojos, lo que hizo tras humedecerlo con un nuevo escupitajo. Y en ese instante Nilo volvió de la mata con un hatillo, que desenvolvió a los pies de la bici. El hato contenía un par de vasijas de hierro, una pipa ornamental tallada de barro cocido, y la piel de un cerdo hormiguero. Y entonces el alemán disimuló mal su decepción por la pobre mercancía, mientras acababa de secar sus lentes con el pañuelo, después de devolver cerrado el manual a Nilo. Se interesó solo por la talla, pero guardó todo en la mochila para no ofender al salvaje, que captó bien su disgusto aun así. Entonces Nilo apeló a su propio orgullo, ofreciéndose de buena gana para quedar con él y pagarle con algo mejor otro día. Pero el alemán pareció conformarse a la postre, sin ganas de complicaciones. Y se limitó a responder a las muchas preguntas de Nilo, que no insistió más en reforzar el pago. Sin prestar al indígena mucha atención al principio, mientras retocaba algo con un lápiz en el pequeño tomo con ribete, que el alemán sacó, al final del canje, del bolsillo en el que estaba guardado. Pero al sacar el tomo, salió impelido también, con él, el papel que acababa de embutir allí doblado. Entonces simplemente le dio un nuevo doblez, y lo guardó en el forro interior de una tapa del tomo. Terminó con el lápiz, cerró el tomo y se lo volvió a guardar en el chaleco. Y entonces escuchó más implicado las preguntas de Nilo, relativas todas a sus dudas sobre la elaboración del mágico producto oloroso, las cuales trató el europeo de despejar lo mejor que supo. Sin mucha fe de cualquier modo en las posibilidades del indígena, quien pese a todo escuchaba atentísimo.

 Y en realidad Nilo no las tenía todas consigo. De hecho cuando el alemán se alejó haciendo sonar el timbre de la bici y riéndose por lo bajo de su locura, Nilo permaneció allí un rato de pié sin saber qué hacer, con todo aquel material distribuido por el suelo. Pero al final se decidió: lo cargó en el hatillo, y regresó a la aldea con el tesón del convencimiento. Y una vez allí y en los meses siguientes, se encerró en su choza olvidándose del mundo.

  La vivienda de Nilo era como cualquier otro edificio allí, y en realidad como cualquiera de los de las otras etnias montañosas del macizo norte del país, que compartían con la de Nilo su difuso origen lejano sudanés y sus costumbres. Se había ahorrado el tener que construirla, pues era una de las edificaciones que se abandonaban supersticiosamente en el poblado, cuando alguno de sus ocupantes moría de forma accidental o sufría alguna clase de desgracia en su interior. Había sido un almacén de leña, en realidad, no una vivienda, y estaba justo bajo un baobab enorme. Pero siendo él de una familia de hechiceros, se sentía protegido de esas maldiciones, así que decidió habitarla. Apenas le tuvo que hacer algún arreglo, pues llevaba poco tiempo abandonada. Y además allí las construcciones se cuidaban mucho aunque sólo fueran a servir como almacén, y se mantenían muy limpias dentro y fuera, barriendo bien cada resquicio a diario. Así que ese le pareció el lugar idóneo para independizarse, lejos de las demás chozas de su numerosa familia. Y en realidad también bastante aparte del propio núcleo de la aldea, quedando más libre así él de los prejuicios y los chismorreos a su costa.
  
De modo que, siguiendo la norma de construcción establecida allí para cualquier hogar o edificio de apoyo, la cabaña era de forma cilíndrica y con paredes de adobe, aunque algunas se fabricaban con piedra. Y como todas sin excepción en ese caso, su techo era de paja, para preservar de la humedad la cúpula de barro. La cual tenía la forma exacta de un cono  rematado por un rabo en su cúspide, recordando vagamente a un pecho femenino. Pero en la aldea de Nilo, y como distintivo, el rabo en el techo de la choza se fabricaba algo inclinado hacia el este. Para indicar a los de la tribu, provenientes de la misma u otra ladera montañosa, que por azar pasasen cerca de la choza, que justo ahí vivía alguien de los suyos.


Así que Nilo remató aún más su aislamiento en la vivienda ya de por sí apartada cuando instaló dentro de ella una caldera, y tuvo que abrir un agujero en el techo de cúpula apuntada, cortándole el pezón para que saliese el humo... Lo hizo el mismo día en que llegó allí de vuelta con la mercancía, de la cual hizo primero un detenido repaso dentro de la choza. Obtuvo su visto bueno, con la única excepción del manual de instrucciones que para él era inútil. Lo tanteó una última vez, ya con una definitiva mueca de desprecio hacia los libros, que sería recurrente en él en el futuro como un elemento primordial de su carácter. Y pensó sólo en repasar por encima los dibujos. No pudo encontrar como quería, para burlarse, el de la dama y la bañera, por más que lo buscó revolviendo las páginas. Y se perdió por un minuto en el texto indescifrable para su analfabetismo de lector, pasando una y otra vez en vano la mirada por una maraña de signos negros alineados sobre el blanco papel, retorcidos y apretados igual que mil cadáveres de arañas diminutas.

  Al final el libro hizo un buen fuego con el que probar la caldera, que no cesaría de bullir en adelante. Y de hecho, aquella columna de humo enfurruñado que salía del techo agujereado de la choza del baobab, que estaba aislada pero bien visible desde la atalaya de los bancales, y desde toda la ladera con el humo en realidad, se convirtió pronto en la comidilla del pueblo. Nilo trabajaba de mañana el hierro, en pleno centro del poblado y en contacto, ahí sí, con su familia y con el resto de su tribu. Lo hacía sentado en un viejo horno con el techo bajo construido por su padre ya anciano, que se lo dejó en herencia para seguirse él dedicando a sus augurios y a otras tareas físicamente menos duras. Había que entrar y salir de él por un  hueco estrecho y agachándose. Lo que ponía a prueba la corpulencia y la estatura de Nilo, que para colmo era bastante más fornido que su padre y en realidad que cualquier otro hombre allí.

 Pero las tardes, e incluso muchas noches, se las pasaba ensimismado en su alquimia, en la otra choza aislada aunque sin ningún resultado positivo en un principio. Al final adquirió reputación de nigromante debido a su ostracismo en la vivienda maldita, y empezaron a rehuirle de nuevo por su aislamiento excéntrico, como cuando le creían hechizado por el influjo de la araña. Pero ya se había cumplido un mes desde su entrada triunfal en el poblado, justo cuando su trabajo comenzaba a dar destellos de convertirse en fructífero.
  
 Un día, una joven se acercó hasta la vivienda sin ventanas y le espió por una rendija. Le vio dentro sentado en el suelo de la choza frente a la caldera, deshecho en sudor en un mar de vapores, con la cabeza entre las manos en actitud de derrota, y murmurando su desesperación entre dientes. Pero la joven no se dejó impresionar. Rodeó el muro de adobe de la cabaña cilíndrica hasta la puerta, y se asomó tímidamente a la entrada. Y entonces Nilo notó la presencia de la muchacha, que no era otra que la pastora adolescente, la mismísima hermana mayor de la chiquilla a la que había obligado a olerle el pecho ya hacía un mes, en medio de su euforia por no verse maldito. Desde aquélla mirada lejana pero tenaz entre los dos, ella se reservaba en secreto para Nilo. Él olvidó su angustia un momento, para observar embobado su belleza salvaje, esta vez desde mucho más cerca. Pero ya la había captado en su verdadera esencia en aquel primer vistazo. Así que apenas se distrajo ahora con ella, demasiado absorto en su amargura. Aunque la invitó a que pasase dentro, con un gesto frío. Ella obedeció aventurándose unos pasos, pero se detuvo al notar dentro un fuerte olor ácido, que desde luego chocaba con los planes cosméticos de Nilo. No obstante el perfume era la guinda del proceso, tan sólo el remate de algo que pese a todo no cuajaba. Pues el improvisado químico, siguiendo en parte los consejos del alemán, en parte los conocimientos que como fundidor tenía sobre el comportamiento al calor de la materia inerte, y sobre todo escuchando en su oído la voz de su intuición, había logrado producir tan sólo una papilla indefinible al mezclar sosas y aceites. La masa hedionda llenaba varias cacerolas desperdigadas por el suelo, y el ambiente era bochornoso, además, por la fuente de calor añadida de un fogón excavado en el suelo lejos de la caldera, en el que ardía ahora una marmita burbujeante. Al final la joven se atrevió a avanzar hasta el mismo centro de la choza, tratando de esquivar el ardor de la caldera. Pero entonces tropezó con la marmita, derribándola. El suelo se llenó de un blancuzco caldo espeso, que apagó la llama de paso, formando una humareda tóxica que lo envolvió todo con un fuerte olor a anilina.

 Tosieron con fuerza los dos, y Nilo se levantó de su rincón con un grito. Apartó a la joven, y en un impulso alzó con ambas manos la marmita del suelo, sin importarle escaldarse. De hecho se abrasó y tuvo que soltarla, y entonces corrió nervioso hacia un rincón en busca de una cacerola abandonada allí tras un ensayo anterior. Volvió también con un pequeño cazo y con un utensilio en forma de espátula, y se arrodilló con todo ello frente a la marmita, ante los ojos desmesurados de la joven, que no acababa de entender aquello. Y entonces comparó, calculó, olió. Rompió con las uñas la costra del fondo de la marmita ya vacía de líquido, y se ayudó de la espátula para formar con ella una bola pastosa, que dejó caer luego en el cazo para que se secase, lleno de muda satisfacción. Era sólo un primer paso del proceso, pero estaba claro... Alzó significativamente el cazo por el mango hasta el rostro de la joven, que seguía sin comprender bien del todo y sonrió por compromiso. Nilo pensaba en una tópica palabra griega que había oído pronunciar al alemán, y que en el futuro escucharía muchas veces a los europeos, que la usaban cada vez que tenían que celebrar un logro cualquiera obtenido después de mucho esfuerzo:
  
"¡Jabón!", dijo en su lugar. Y la muchacha rompió a reír de pronto, con una carcajada luminosa y espontánea e infantil, que sería ya perenne en ella y que terminó por atrapar la huidiza conciencia de Nilo para siempre en una tela. Completando, así, el hechizo que la bellísima muchacha nómada le había causado ya con su tenaz mirada de pantera un mes atrás. Entonces Nilo, ya más relajado, observó con detalle a la joven…

 Del mismo modo que no había necesitado leer un libro para fabricar un primer rudimento de jabón, ni mucho menos para moldear al fuego con maestría toda clase de utensilios y herramientas de trabajo, entendió entonces que, si bien a él le gustaba caminar dando largos paseos, aunque sin alejarse nunca mucho de su montaña y de su aldea, tampoco precisaba recorrer el mundo entero con sus pies para saber que no podía existir sobre él un ser más bello... Su hermosura era evidente, aunque venía de algo más profundo. Y su profundidad no era tan obvia, pues en su sangre mestiza latía el abisal misterio de su tribu nómada, que era la más numerosa del planeta y, al mismo tiempo, la más desconocida. Nadie sabía su origen, que algunos situaban fuera de África. Y otros sí en el continente pero lejos de su centro, muy al este en las riberas del río Nilo…

 Ni siquiera el clan del alfarero de igual nombre tenía una procedencia tan oscura, pues al menos se podía rastrear su estela física, borrada ya, en su lengua sudanesa. Pero no se podía hacer lo propio con la muchacha ganadera, pues su idioma se parecía algo al de Nilo, lo que le permitiría entenderse con él lo suficiente en adelante, según creciese su contacto... Pero esa similitud se debía más bien a que el clan de la muchacha, como nómada que era, había aprendido algunas lenguas de la zona al llegar al Golfo donde estaba Nilo, por conveniencia para entenderse con las gentes de allí, y las había mezclado con la propia un poco… 

 En cualquier caso, fuera del enigma de su origen, el pueblo de la muchacha era complejo, en parte nómada y en parte trashumante con algún que otro asentamiento fijo. Y dividido en muchas ramas de costumbres propias a partir de un tronco tradicional común islamizado y modificado en mayor o menor grado, pero en el que imperaban los valores más antiguos y  sólidos. Entre ellos estaba la honradez, que se percibía en la mirada magnética pero sincera y limpia de la chica. Cuando, pese a la cautela propia de su tribu, en la que se mantenía una distancia previa de desconfianza con los ajenos al clan, clavaba ella por fin en quien fuese, de la manera más directa y sin recelo, sus enormes ojos almendrados de globos blanquísimos como la leche de cabra y pupilas verdes de obsidiana volcánica en las que brillaban destellos de pasión dorados como el trigo.  

 Nilo la contempló por un minuto, de los pies a la cabeza y con igual deleite que respeto. Al tiempo que ella hacía lo propio con él, aunque más tímida al principio... Pero él se empleó enseguida en completar la fabricación del precioso producto. Con la ayuda de la joven ganadera, que se fue desinhibiendo poco a poco. Primero, se ofreció a curarle bien las quemaduras, con un emplasto hecho de  calabaza idóneo para ello, aunque las mujeres de su etnia usaban dicho fruto para todo. Y luego se decidió a sanar también su alma solitaria, decidida en su fuero interno a instalarse allí con él definitivamente.

 Cuando ella le anunció, más comedida, que se quedaba por un tiempo con él, él reaccionó escandalizado y le dijo que eso era imposible. Afirmó que el mestizaje era algo serio, y se opondrían firmemente tanto su clan como el de ella, aunque conviviesen sólo un día. Pero ella le aclaró las cosas, no sin cierto temor pero segura de su aserto, y sin dejar de sonreírle mientras le curaba las heridas. Le explicó que su clan concreto, el bororo, tenía reglas propias muy antiguas, que chocaban frontalmente en ciertos puntos sensibles con las troncales islámicas, más modernas, de la tribu fulbé. Y que, en concreto, la sexualidad de las mujeres bororo era muy liberal a fin de cuentas, aunque igualmente se respetaban reglas muy estrictas en cuanto al matrimonio y la familia. Pero antes de casarse, una muchacha podía cohabitar y tener relaciones con los hombres que quisiera. Y añadió que, incluso estando ya casada, y siendo la belleza un valor tan primordial para su clan, un esposo que no fuese él muy agraciado podía autorizar a su mujer a tener relaciones con otro hombre más bello, para que, de esa forma, pudiese el matrimonio tener hijos hermosos. Aunque le aclaró que ella no tenía esposo aún, pero sí que había muchos candidatos. Y eso era lo que más le preocupaba a ella, incluso más que el hecho de que Nilo y ella fuesen de tribus distintas, y ella pastora nómada y él asentado alfarero. El problema era que ella se quería ir a vivir con Nilo para siempre, y no limitar a un escarceo lo de ambos. Aunque no se lo dijo a él tan directo, pues se había enamorado de él a la primera, sin duda, pero no quería asustarle...

 Pero resultaba que en la tribu de ella las mujeres se casaban dos veces: la segunda por amor, pero la primera de forma concertada siempre. Y ahí estaba el lío: a medio plazo, y no en el presente ni el futuro. Nilo la escuchó punto por punto, aunque con la atención algo distraída por su belleza sublime, hasta que ella concluyó la cura vendando sus gruesas manazas de trabajador de fragua. Y entendió bien las dificultades, que tampoco eran tan grandes como él había temido. Eso consoló su corazón de forjador, que latía también como el de ella: en forma de un total amor al primer golpe de martillo, que soldó a fuego los espíritus de ambos en un soplo, e hizo saltar mil chispas entre ellos imposibles de ocultar también para los otros. Y de hecho, la noticia de la convivencia de ambos en la apartada choza del baobab corrió como un reguero de lava por la montaña volcánica de Nilo. Ya al día siguiente del primer logro del jabón, cuando se desató de pronto una erupción de escándalo mayúsculo que taponó en seco el padre de Nilo con igual celeridad.    

 Los más beligerantes fueron los ancianos de la aldea. La cual, como todas las de allí, en realidad no era una aldea como tal, sino una suma de caseríos familiares apiñados en torno a un terreno de cultivo en un mismo macizo montañoso, para el que se elegía un jefe. El jefe de aquel macizo común era el padre de Nilo, que tuvo que contener a los más viejos. Los cuales    subrayaron, encolerizados, que esa relación de su hijo con una mujer de un clan emparentado con la tribu que les había hostigado para esclavizarles obligándoles a recluirse en la montaña era intolerable en sí, y que les acarrearía una desgracia a todos. Alegaron también que, si persistía y tenía fruto, su mezcla de sangre sería impura per se, y la posible descendencia sería monstruosa y traería una maldición añadida al macizo montañoso. Pero el padre de Nilo, que tampoco era joven superando ya la sesentena, hizo valer su criterio pues, si no el de más edad estrictamente, sí era el varón más respetado de la aldea por su experiencia y su sabiduría, que se añadían a su condición de brujo consejero. De modo que era el líder natural allí, además del jefe político. Y como tal líder calmó los ánimos sin aspavientos y con una inteligente diplomacia. Hizo llamar consigo a la joven ganadera, y se reunió con ella aparte pero a la vista de todo el corrillo del escándalo. Hubo un tenso silencio a la expectativa. Y aunque no podía escuchar lo que decían, Nilo notó, al igual que todos, que entre su novia y su padre se establecía una extraña conexión de inmediato. Por sus gestos y por su sola presencia, parecían entenderse más allá de toda tribu y toda raza. Acababan de conocerse, pero algo les unía en lo profundo. Nilo se llegó a sentir celoso, pero enseguida comprendió que aquel repentino nexo no se debía a un flechazo amoroso como el de él con la muchacha. Era algo que superaba también lo personal, como si la sangre de los dos se hablase de algún modo, en vez de ellos. Confluyendo sus dos cauces más allá del tiempo y el espacio, como afluentes del mismo río eterno…

 Aunque el intercambio duró sólo un minuto: ella hizo una sutil genuflexión, y el padre de Nilo le besó la frente luego, en respuesta. Y la llevó de la mano de regreso al corrillo del escándalo, en medio de un murmullo de intriga que rompió el silencio. Todo lo que hizo finalmente, fue declarar a la muchacha apta sin posible discusión. Aunque aclaró que tendría que hablar de aquel asunto con el jefe de la tribu de ella. Y que, en cualquier caso, ella podría visitar la aldea cuando desease y permanecer en ella el tiempo que quisiese. Pero con la obligación de adaptarse a las costumbres de allí, como cualquier otra mujer mafa. Y para terminar de apaciguar los ánimos más recalcitrantes, sentenció con severidad que Nilo y ella deberían comprometerse de inmediato, para hacer oficial su convivencia. El futuro matrimonio era polémico, y se concretaría con el tiempo. Pues no había precedentes de un casorio mixto en la aldea, donde todos se matrimoniaban entre sí y jamás con los de fuera. Ni tampoco de un simple compromiso, así que el padre de Nilo pensó en algún rito adecuado para sentar el precedente en esto último al menos. Hizo repaso rápido en su mente de las diversas costumbres de cortejo de las muchas tribus del país vecino, que él había visitado con frecuencia de joven, cruzando la cercana frontera. Ya que él era el único de los habitantes de la aldea que había vivido la aventura de explorar fuera de sus límites de veras, más allá de una simple ruta por el extrarradio de las acostumbradas por su hijo. Pero ninguna de las que recordó le satisfizo. Así que decidió improvisar algo por su cuenta que sirviera como pedida de mano. Miró arriba y se fijó al azar en uno de los ubicuos tejados cónicos de paja en forma de pezón. E hizo una traviesa asociación de ideas. Así que se sonrió con su propia inventiva, y dio por terminado el incidente. La turba se despejó a regañadientes, bastante pacífica aunque con algún murmullo…

 Y a la mañana siguiente del escándalo, Nilo y la hermosa ganadera tuvieron que cumplir con el trámite del compromiso interracial improvisado por el padre del novio. El cual, como muchos ritos en el mundo, empezó siendo una ocurrencia de alguien para ser luego imitado por muchos, y convertirse al fin en tradición inexcusable para todos, también en los noviazgos endogámicos. Pues, en el futuro, la ceremonia que se iba a celebrar ahora entre la ganadera y el herrero, se convertiría en la manera oficial de comprometerse las parejas en la aldea, matrimonio aparte. Hasta el extremo que, con el tiempo, todos allí terminarían por olvidarse de cualquier rito antiguo de esa índole, convencidos de que se había hecho siempre así. Resultó una pintoresca petición de mano, a la vez sencilla y hermosa y casi anónima. Así que ella esperó a Nilo en el mismo centro de la aldea, que había llegado a crecer bastante con los años. En un llano despejado de rocas y viviendas, que hacía las veces de pequeña plaza popular y era lugar de paso principal en el que nadie osaba detenerse, para no poner su vergonzante ociosidad en evidencia a no ser que tuviese que hacer o declarar algo importante. Pero el trasiego humano se detuvo en parte durante un instante. Y la curiosidad congregó en la plaza a un cierto público. Cuando la aspirante a concubina de Nilo consideró que había testigos suficientes, respiró hondo y usó de asiento, una vez puesto boca abajo, el cesto de frutos vacío que portaba. Dispuesta a usarlo para cosechar más tarde entre los árboles escasos, como parte de su compromiso de implicarse en los usos y las tareas de allí como una mujer más del clan de la montaña. Cuya obligación incluía también la vestimenta. Así que, en vez de llevar un vestido multicolor fulbé hasta los hombros, iba semidesnuda con el pecho al descubierto. Aunque sin renunciar por ello a acicalarse según su propia tradición, con collares en el cuello y aretes en los lóbulos. Y también con un colorido maquillaje en el rostro, que compartió con las chicas de la aldea enseñándoles a usarlo. Lo que la ayudó mucho a integrarse, pues su iniciativa tuvo un éxito inmediato entre ellas. 

 Nilo no tardó en aparecer. Y entonces se sucedieron los murmullos, y también las risas de escándalo y envidia. Cuando, dispuesto a cumplir la nueva tradición estrictamente, el corpulento varón hizo un esfuerzo para encoger su poderosa anatomía en postura de cuclillas frente a la esbelta hembra cómodamente sentada. Y entonces, cumpliendo con el curioso y práctico rito prescrito por su padre para la petición de mano, Nilo extendió su dedo índice hacia los senos de la mujer a la que pretendía. Y para el rubor de ella, que sin embargo había pactado el ritual igual que él, le acarició ambos pezones con calculada asepsia, esperando una respuesta. Entonces ella, que había humillado hasta entonces la mirada, por guardar un pudor que no sentía, fijó en Nilo sus vivas pupilas de pantera, y le sonrió al final con una pasión iluminada, lejos de cualquier inocente hilaridad de niña… Al tiempo que rubricaba su aceptación siguiendo lo acordado: puso fin a la impúdica invasión de intimidad sujetando la muñeca de él, para apartar de sí el largo apéndice culpable. Pero le retuvo todavía un segundo la mano, rematada por el índice rígido que ella rodeó en respuesta con firmeza. Con tres dedos de su propia mano libre, indicando su aquiescencia. Le liberó y él volvió a acariciarle lo senos, y ella a rodear el índice de él aprobatoriamente con tres dedos. Y después lo hicieron una tercera vez...

Y finalmente Nilo se puso en pie para guardar de nuevo las distancias, con el profundo alivio de la aceptación. Y ante la indiferencia que ella fingió de nuevo, aunque se sentía igual de satisfecha que él. Eso fue todo, y sucedió en medio del conciliábulo crítico de los pocos testigos casuales. Aunque los dos hicieron caso omiso a la forma en la que les juzgaban los demás, por ingenuidad social al no tener en cuenta el rechazo del grupo… Ella dio por terminado el paréntesis ocioso, y se negó a que él la acompañase en la recolección que se dispuso a emprender con el cesto vacío bajo el brazo. Él comprendió entonces que tardaría en romper con ella el hielo de la independencia solitaria mutua, que por su parte encaminó a Nilo a la choza y a la alquimia jabonosa de siempre. Después de permanecer allí estático un instante para verla a ella, fecunda, terrenal, hermosa, perderse en la lejanía con el cesto. Y vislumbrar también a un último corrillo de curiosos que la señalaban, medio por admiración medio por inquina, y que luego le sojuzgaron en silencio a él del mismo modo  desde la orilla del camino, sin atreverse ninguno a retar más abiertamente su ermitaña fortaleza de forjador telúrico. Aunque él apenas si les hizo caso, soñando con melancolía, de camino a su refugio aislado, con el efluvio imaginado de su prometida. Con la inminente intimidad del abrigo jabonoso idealizado, de la accesible dimensión carnal de ella que, para el pasmo de su prolongada abstención libidinosa, no pudo asociar con idea alguna de deseo. Pero no reconoció el germen del verdadero amor en esa paradoja, porque aún no conocía el cuerpo de ella para idealizar su alma. Ni conocía su alma lo bastante para que el impulso carnal pudiese germinar en él en una forma más crudamente auténtica que la adoradora especulación fragante que le había ayudado a soportar la soledad hasta entonces.   
  
Pero lo que de verdad hizo mal Nilo, fue despreciar la emergente conspiración que habría de extenderse en seguida en la aldea, en la que no había cuajado lo bastante la mediación diplomática de su padre. Centrada en su bellísima mujer de una tribu distinta y de distinta sangre, lo que bastó para mantener vivo allí el prejuicio, por más que ella se integrase bien y se hubiesen comprometido ambos para un futuro matrimonio. Aunque ya no lo volvieron a hacer público desde que su padre apaciguó los ánimos, los más reacios conspiraban en conciliábulos secretos. Subrayando, sobre todo, que la posible descendencia de la pareja estaría abocada al desastre si se consumaba el compromiso. Pues aparte de la disparidad sanguínea, para colmo Nilo pertenecía a una estirpe de forjadores de hierro, y como tal él era también enterrador y estaba impuro por tocar cadáveres. Lo cual habría sido un problema en sí mismo, incluso aunque su esposa formase parte de la misma tribu, salvo que fuese también hija de un herrero. De modo que, sumando todos los factores en contra, estaba claro que, de concebir, la muchacha traería al mundo hijos enfermos o deformes, con total seguridad…

 Pero Nilo no pensó en conspiraciones, ya en convivencia en la choza con su novia, que pasaba con él largas jornadas, compaginándolas con el cuidado del ganado y las tareas de su tribu. Y no es que ella descuidase su trabajo, pues sólo acudía con él cuando su obligación lo permitía, y a veces pasaban días sin que apareciese por la aldea. Pero el padre de Nilo tuvo que hacer como había dicho, y pactar las cosas con el líder del clan nómada, que resultó ser el padre de la muchacha, además... Así que no fue muy difícil, pero tampoco fue tan fácil. Aunque las muchachas bororo tenían libertad antes de casarse, el líder nómada subrayó que Nilo era de otra tribu, y que además el compromiso entre ella y Nilo no era válido para la normativa nómada. Aseveró que su hija se casaría en su momento con un apuesto joven, que él mismo había escogido para ella entre los más hermosos y valientes de los suyos. Y que luego, en el futuro, ella podría volver a casarse por amor con otro que ella misma eligiese, si así lo deseaba. De modo que, en resumen, manifestó su incomodidad con la convivencia de la pareja del baobab, que juzgó como un capricho adolescente de su hija. E intentó oponerse sin mucho dramatismo, pero con adusta exigencia. Ante lo que el padre de Nilo se mantuvo igual de serio, y buscó una salida hábil para suavizar las cosas y ganar algo de tiempo...

 Sabía que, entre los ritos de la etnia bororo, estaba uno llamado “sharot”. En el cual dos jóvenes que pretendían obtener una ventaja, ya fuese el favor de una muchacha o algún tipo de riqueza como ganado u otra cosa, competían golpeándose con palos. Pero por turnos, recibiendo pasivamente golpes del rival sin defenderse, fingiendo no sufrir dolor con el impacto y tratando de ganar al oponente en resistencia. Así que propuso astutamente al líder nómada que Nilo se enfrentase de esa forma al candidato que el propio padre de la chica había escogido para ella como esposo. Eso no impediría el futuro enlace entre ambos, aunque perdiese el elegido. Pero demostraría al menos que Nilo sí era digno de convivir con la muchacha por un tiempo, si lograba vencer a quien iba a ser su esposo por derecho, demostrando más hombría física que él. Al oír la propuesta, el jefe nómada frunció un segundo el ceño, pues la tradición no incluía luchadores foráneos. Pero estaba muy seguro de la valía y resistencia de quien escogió para su hija. Así que se sonrió para sus adentros con sorna. Y aceptó muy serio el reto, seguro de ganar y terminar así de cuajo y de forma apoteósica con la convivencia irregular de los dos jóvenes. El padre de Nilo también confiaba en la fortaleza física y emocional de su propio vástago, así que se estrecharon la mano cerrando el acuerdo. Y la pelea se celebró al día siguiente, para disgusto de la madre de Nilo que llamó loco a su esposo, alegando que su retoño no debía demostrarle nada a nadie, y dudando que eso sirviera para algo... Y para angustia de la hermosa ganadera, que conocía la complejidad oculta en aquella tradición con palos de su clan, tan sencilla en apariencia. Pues, aunque Nilo era muy robusto, ella no confiaba tanto en su pericia en aquella lid que él desconocía por completo.

 Y, de hecho, Nilo se hizo un lío cuando llegó el momento, que se celebró en el llano cerca de la aldea. Acudieron miembros de ambas tribus, incluida la bella ganadera y los padres de Nilo, y otras gentes del pueblo de montaña. Por su parte el padre de la chica y líder del clan nómada, hizo solemne acto de presencia con su flamante candidato y otros jóvenes amigos de éste, además de algunos ancianos y mujeres y niños de su tribu. Los jóvenes bororo se habían engalanado para la ocasión como lo hacían en sus rituales de cortejo, a los que llamaban “gerewol”. En dicho rito solían bailar durante horas hasta quedar exhaustos, exhibiendo sus cualidades físicas para que las muchachas escogiesen al más apto. Pero esta prueba era más violenta, y se dirimía entre dos únicos rivales. Si bien el candidato nómada, al igual que sus amigos, había decidido mostrar allí todo el arsenal estético del ritual tribal de seducción, aprovechando la ocasión para pavonearse ante las féminas. De modo que, siguiendo el uso, se maquilló al igual que ellos como si fuera una mujer, ojos y labios incluidos. Se embadurnó la cara de amarillo y ocre y se tocó la cabeza con un turbante que acababa en una gran pluma de avestruz. Lucía también largos pendientes y collares de cuentas y tenía el torso desnudo, llevando por toda vestimenta un gran faldón mitad blanco y mitad multicolor a rayas. Para rematar aquella traza, completaba la apariencia con muecas excesivas, que no dejó de repetir en adelante ni un momento. Desmesuraba los ojos y enseñaba los dientes, para mostrar a las mujeres presentes el tamaño grande y la blancura impoluta de sus respectivos atributos. Además, giraba la mirada también de un lado a otro todo el tiempo, con la intención de demostrar con ese gesto su talento interior y su magnetismo seductor externo al mismo tiempo. Y de rato en rato inflaba también las mejillas como si fuese un pez globo, y contoneaba de forma sinuosa su espigada anatomía, pues era muy delgado y alto además de bien parecido. Como los otros hombres de la tribu, con los que coincidía también en el tamaño y forma de su apéndice nasal, grande y corvo éste aunque sin mermar con ello demasiado su aspecto estético conjunto. De hecho, tal como con el resto de sus rasgos, exhibían ellos su rotunda nariz con evidente orgullo. Logrando con toda su apariencia, al fin, un efecto hipnótico en los hombres incluso, y no solo en las hembras que eran las destinatarias del cortejo. Al sumar de esa manera su apariencia deliberadamente afeminada y su gestualidad forzada pero varonil en cierto modo, con un resultado histriónico a la par que atrayente que a Nilo le chirrió desde el principio...    




 Aunque intentó mostrar el respeto que el ritual solemne merecía, el corpulento forjador de hierro se mofó de aquel fantoche afeminado y escuálido para sus adentros. Y pensó que no le duraría ni un asalto, una vez que se formó un corrillo en el público que les dejó bastante espacio para el enfrentamiento. A cada uno le entregaron un palo largo y fuerte, aunque se trataba de no ejercitar defensa alguna, y resistir el castigo de manera estoica hasta que llegase el turno propio para golpear. Pero Nilo había entendido mal las reglas. Cuando su oponente abrió turno haciendo muecas, pero aplicándole un golpe certero en los riñones, Nilo perdió el aliento y también casi el equilibrio...  Le dejó sorprendido el impacto hábil con el que no contaba, y de la rabia intentó devolvérselo con su arma propia. El otro le esquivó ágilmente, aunque no esperaba esa ruptura de las normas que le tuvieron que explicar de nuevo al alfarero. Pero él estaba muy rabioso para asumir nada. Su rival repitió la pantomima gestual, y también un hábil golpe en un punto vital del alfarero. Y esta vez Nilo puso la rodilla en tierra debido al impacto, pero se alzó hecho una furia olvidando de nuevo el protocolo. Entonces, el líder nómada y padre de la chica, hizo amago de interrumpir del todo el reto. Anticipándose al padre de Nilo que trató de acercarse a su hijo, pero él únicamente para que Nilo entrase en razón y se calmase antes de seguir la prueba. Aunque quien puso orden al final fue el propio rival del alfarero, que dejó la pantomima seductora un instante para afirmar muy serio que él mismo se haría cargo de la situación. Y que, ya que Nilo lo quería así al parecer, a él no le importaba hacer una excepción a la tradición por esa vez, y enfrentarse ambos en una esgrima simultánea con los palos, sin esperar turno. El jefe nómada torció el gesto en principio, pero la presión del ambiente le pudo cuando el público aplaudió con entusiasmo la idea. Así que dio su visto bueno al final, aunque a regañadientes, y la pelea abierta comenzó sin turno alguno. Aunque la suerte de Nilo no mejoró con eso, pues el otro resultó ser un rival muy habilidoso, pese a su anatomía enjuta, sus maneras frívolas y su apariencia afeminada. No dejó las muecas en ningún momento, ni cesó tampoco en su empeño de castigar duramente al alfarero, que apenas pudo acertar con algún impacto duro sobre su rival, que éste recibió sin inmutarse haciendo ojitos a las damas. Incluso a la propia esposa montañesa de Nilo, aunque él no estaba para celos ni detalles, inmerso en la desigual contienda cada vez más derrotado y más rabioso. Hasta que mordió el polvo finalmente, cayendo de rodillas encogido y espumeando por la boca igual que un toro herido de muerte en una lidia, aunque sin soltar el palo aún. Entonces encontró la mirada aterrada de su esposa. Y también la de su padre junto a ella, que estaba algo más sereno él aunque impactado, e improvisó entonces con las manos un providencial gesto de ayuda. No fue ningún conjuro de brujo, sólo un guiño común, pero le fue muy útil a su hijo. Lo que hizo fue fingir con mímica el golpe de un martillo sobre un yunque, simplemente. Golpeando el puño cerrado de una mano contra la palma abierta de la otra. Nilo entendió en el acto, y de pronto concibió a su delgado rival como si fuese una de las herramientas de labranza que forjaba al rojo vivo. Así que se puso en pie en un último esfuerzo, y empezó a golpear a su oponente con el palo en sentido longitudinal, de abajo a arriba como si le moldease en una forja. El otro no entendió la pauta, y en todo caso no se esperaba semejante arranque cuando se daba ya por vencedor. De modo que esta vez fue él quien recibió un durísimo castigo y además en tiempo récord, terminando en el suelo. Pero pronto estuvo en pie, y aún tuvo tiempo para aplicar él un último golpe. Castigó a Nilo impactándole en un muslo, pero éste ignoró el dolor y le devolvió su impacto más certero: se fijó en su nariz corva que concibió como una hoz de agricultor de las que forjaba en la fragua. Así que le asestó en ella un tremendo revés, que el otro pareció resistir bien en un principio. O al menos, se contoneó por un segundo en pie, poniendo en blanco los ojos. Pero lo que parecía uno de sus pavoneos de cortejo para las féminas, se reveló como un desvanecimiento, cuando soltó el palo y cayó de espaldas como un plomo, perdiendo el sentido. Sus amigos llegaron justo a tiempo para evitar que se golpease la cabeza contra el suelo. Y trataron de reanimarle, al tiempo que empezaba a chorrear sangre por su nariz en abundancia. Nilo le dio la espalda sin más, algo maltrecho pero en pie él. Arrojó su propio palo, dando por consumada la victoria y dispuesto a abandonar el campo llano de la lucha sin mirar atrás. Pero su rival se recobró por sorpresa, tras desembarazarse de los que le ayudaban a recuperarse. Y en un par de zancadas alcanzó la espalda de Nilo, a cuyo cuello se agarró con las dos manos, hecho una furia haciendo que ambos rodaran por el suelo en una nube de polvo. Y esta vez sí que los concurrentes sofocaron la pelea, separando con dificultad a los rivales de la escaramuza. Entre ellos los dos líderes tribales, que se pusieron de acuerdo en dar un empate como veredicto para evitar más complicaciones. El jefe nómada aprobó a regañadientes a Nilo como pretendiente de su hija. No sin dejar claro que, en su día, ella sería la esposa de su favorito de la nariz rota. Y abandonó enseguida el llano con el desnarigado y con el resto de su clan, concluido el reto. Lo mismo hizo el padre de Nilo, junto con éste y con su propio grupo. Incluida la joven ganadera, que se abrazó a un Nilo a la vez feliz por la prórroga lograda, y angustiada también ante sus heridas, que le dificultaban, además, caminar bien. Así que le sirvió de muleta durante todo el camino de regreso a la choza del baobab. Y allí curó a su amor lo mejor que supo, con algodones y vendas y con su habitual ungüento a base de calabaza. Y por su parte, Nilo se recuperó bastante rápido, con los cuidados de ella y con su propia fortaleza física. Y se esmeró en una labor doble los siguientes días dentro de su bukarú bajo el baobab: tratando de enredarla a ella en su telaraña varonil, y sobre todo inmerso en un esfuerzo alquímico doméstico. Del cual sólo obtuvo finalmente una muestra rudimentaria en forma de producto, blanda y pardusca ésta, que le recordaba a la que había encontrado a veces en las grietas rocosas de la montaña. Y la moldeó, una vez seca, hasta que endureció y adoptó la apariencia arcillosa de un vasto lingote lleno de impurezas, tosco e inodoro. Lo volvió a cocer, y le añadió la esencia de unos tallos con forma de labios, que crecían en un recodo de la estepa cerca del gran río. Cuando lo volvió a secar y fabricó un nuevo ladrillo compacto, ya tenía un dulce aroma, pero no ofrecía mucho mejor aspecto. Y así se pasó haciendo pruebas las siguientes semanas, concentrado hasta el punto de olvidarse de comer, cuando de todos modos el hambre empezó a azotar la aldea. Una sequía atroz malogró los cultivos, y se evaporó el riachuelo montañés que arrastraba el mineral. Hasta las grietas se secaron, y la forja en los hornos se detuvo, con lo que ya no había con qué comerciar con los europeos. Intuyendo la cercana estación de lluvias, las alimañas empezaban a recluirse en sus madrigueras, y era una labor hercúlea darles caza.

 Ya se hablaba de un nuevo éxodo en la aldea. Pero imperó la confianza, pues al fin se armaron de paciencia, pensando en la inminencia de la lluvia. Y supieron todos, en su propio fuero interno, que no había crecimiento sin reposo, y que ya eran eternas sus raíces. Por su parte, Nilo sólo tenía puesta la mente en el jabón, lloviera o no. Insólitamente entregado, en tiempo de penuria, a la labor de hacer perfecto lo superfluo. Aún quedaba mucho trabajo por hacer, y además Nilo todavía albergaba dudas de tipo técnico. Al final se quedó casi sin material con tanta prueba, y entonces pensó en recurrir al alemán de la bicicleta. Pero su ánimo decayó en un segundo, pues se dio cuenta de que no había apalabrado ninguna cita más con él. Y, ciertamente, aunque Nilo regresase ahora a la carretera, la posibilidad de que el  alemán volviese a elegir precisamente ese punto exacto de la amplia región del extenso país para pasar con su bici, era una entre un millón. Pero él no calculó las posibilidades al final, y no se lo pensó dos veces para abandonar la montaña, descender la accidentada garganta, dejar atrás el río, superar la loma y plantarse inmóvil en la vía de grava con un optimismo poco racional. Y así permaneció, en un estatismo insólito y tenaz, nada menos que tres días con sus noches, firme y de pie sin dar un paso lo mismo que una estatua, sin mover jamás un músculo, soportando el calor y las pulgas. Alimentándose de los caracoles que ascendían desde sus muslos hasta su cabeza, anunciando con su presencia la primera llovizna que presagiaba a su vez la ya cercana estación húmeda. Y recibiendo en su boca, cuando la llovizna se produjo, las pocas gotas de agua que podía, antes que se malgastasen resbalando por su curtida piel de montañés. Y a la mañana del tercer día, su cuerpo amaneció lleno de espigas de plantas gramíneas, sembrado de libélulas y larvas de gusanos, adornado por preciosos cadáveres de mariposas, y con los hombros y la cabeza coronados por un rosario de conchas de caracoles. Así le encontró el alemán, cuando al final el destino le hizo acudir por azar a una nunca concertada cita con Nilo. El nativo obligó al alemán a detener la bici, cuando éste lo vio, para su pasmo, plantado allí en la grava, impasible y con aquella estrafalaria guisa. Tuvo que limpiar los lentes para asegurarse de que no sufría alucinaciones, pero Nilo le hizo salir parcialmente del espejismo, pues de pronto se echó a andar hacia él tan pancho. Rompiendo de pronto su absoluta inmovilidad por primera vez después de tres jornadas, como si reaccionase tras posar con rigidez para una foto. Ellos llevaban sin encontrarse más tiempo, pero se reconocieron uno al otro enseguida. Nilo le habló al alemán de sus avances con el jabón, y le contó que necesitaba más materia prima. Le pidió consejo además para mejorar el producto, cuya muestra se arrepintió de no haber caído en la cuenta de llevar consigo como apoyo a sus palabras. Y de hecho, tras un primer momento de delirio, durante el que no pudo quitar los ojos de un grillo prendido de los rizos de Nilo, el europeo pareció mostrarse escéptico al principio. Y era debido a que, aunque recordase su antigua sociedad, ya no se acordaba bien el alemán de la mercadería que la había motivado. Pero al final hizo memoria exacta del pasado, y concibió una idea. Lo que nunca había olvidado el alemán de Nilo era su dignidad estoica, que le confirmaba ahora la larga espera que dedujo de su aspecto. Y entonces asumió para siempre al indígena como a alguien proverbialmente tenaz, que le inspiró de pronto la ambición  de aceptar un nuevo pacto creyendo al salvaje capaz de todo. Pero con tal que esta vez fuese él, el alemán, el que saliese ganando. Le proporcionaría a Nilo más material para el producto jabonoso, y añadiría además nuevas especies que no había conseguido para él la primera vez, y que contribuirían tal como Nilo deseaba a mejorar el acabado. Pero esta vez iría dosificando poco a poco el canje, pues algunas de ellas eran harto difíciles de obtener. Le explicó que su encuentro casual allí sin previa cita no había sido tan extraordinario. Pues en realidad él, el alemán, vivía de forma provisional en un campamento minero en Aladjaba. Muy cerca de la frontera con Nigeria y a solo ocho kilómetros de allí, fáciles de recorrer en bicicleta. Le contó a grandes rasgos a Nilo que él era comerciante, y se encargaba del avituallamiento para la prospección minera del campamento fronterizo y de otros varios, dirigida por un compatriota geólogo empeñado en encontrar estaño en la región. El geólogo germano y su equipo y también el pionero ciclista, habían cruzado la frontera en una expedición relámpago, apenas Camerún pasó a ser colonia alemana ese mismo año, ansiosos todos por hacer fortuna en el territorio virgen ya en poder de su país. Así que habían cavado buscando trazas de mineral de estaño en esa misma zona del macizo de Mandara, propicia para ello dada su composición geológica. De modo que sondearon la arena cavando pozos en los acuíferos de una hilera de puntos geográficos dispersos: desde la citada frontera con Nigeria en terreno llano, hasta el enclave montañoso de Mora, sito a setenta kilómetros de allí en dirección nordeste, donde estaba la principal excavación. No parecían tener éxito en su búsqueda. El pionero ciclista les facilitaba cosas necesarias como palas, cuerdas, cantimploras, lámparas de petróleo y tiendas de campaña; productos químicos imprescindibles como el ácido clorhídrico para obtener placas de estaño del polvo mineral; y también víveres básicos, como agua potable, sal, café y tabaco. Así que le convenía que el trabajo de prospección se prolongase mucho. De ser exitoso, el paso siguiente sería establecer una factoría fija con almacenes, tiendas y viviendas para los trabajadores, en vez de un simple campamento itinerante. Pues los nuevos administradores alemanes de la colonia, establecidos ya en el golfo sur, no se habían asentado aún en el extremo norte oficialmente. Y de hecho tardarían casi veinte años en hacerlo, dando el gran tamaño del país de accidentada orografía sin ferrocarril ni apenas carreteras por entonces. El macizo norte era especialmente inhóspito, laberíntico y reseco. Y el ciclista sobrevivía en él ahora vendiendo enseres básicos al por menor para las expediciones casuales, y no máquinas ni grandes provisiones para las fábricas fijas, aún inexistentes. Aunque él nada descartaba en un futuro. Y, de hecho, su sueño era tener una factoría propia donde fuese, prosperar y dejar de ser un mercachifle en manos de otros...    

  Por de pronto, el alemán seguía con sus trapicheos. Y, a cambio de más productos para la elaboración de su jabón, le propuso a Nilo un pago más jugoso que el último, que tan poco le había aprovechado a él mismo, como no dudó en insinuar a Nilo para excitar su pundonor... Le exigió como moneda la piel de un animal, cuyo dibujo se dispuso a mostrarle a Nilo en un pequeño tomo ribeteado que sacó de su chaleco. Nilo recordó haber visto ya una vez ese librillo. En realidad se trataba de un cuaderno de campo, en el cual el alemán tomaba a lápiz los apuntes de naturalista aficionado, que eran de hecho el verdadero motivo de sus paseos en bicicleta por la rica naturaleza de la zona. Una vez, aprovechando un encargo recibido en su trabajo de abastecedor de los mineros, había viajado junto a estos con la mercancía reclamada, en carros tirados por mulas los setenta kilómetros hasta la excavación principal en Mora en el nordeste. Y luego, tras entregar la mercancía, otros setenta en solitario en línea recta en más transportes de alquiler. Esto último por propia iniciativa lúdica para internarse en Waza, el gran coto salvaje del norte del país. Lo hizo acompañado de un guía local con un fusil. Y allí el ciclista pudo llenar su cuaderno de un florido catálogo de la fauna más diversa: elefantes, jirafas, antílopes, leones, guepardos, avestruces, de toda pluma y piel en un espacio inmenso.     

  A Nilo, que asomó la nariz desconfiado mientras el alemán pasaba hojas al cuaderno, le agradó comprobar que casi todo en él eran dibujos, y apenas había rastro en el tomo del lenguaje escrito que su instinto le empujaba a detestar. Pero frunció el ceño finalmente, confirmando por una vía distinta su desconfianza al asomarse al librito, cuando el alemán le señaló muy sonriente la temible silueta de un búfalo...

 Pero Nilo no se amilanó. No le faltaba orgullo, y además se sentía en deuda, dada su nobleza algo bisoña, con lo desigual de su último canje, a cuya circunstancia el europeo hizo alusión muy sagazmente durante el intercambio verbal. Y sobre todo pensó en el búfalo como fuente alimenticia, una vez despojada de la piel que quería el alemán. Y sobre todo se acordó de ella, que esperaba en la aldea... Así que, por la mujer, aceptó el trato desigual, sin medir las consecuencias. Se despidió del ciclista, con el que quedó en verse en siete días. Y de regreso se lavó la costra de invertebrados que le cubría en el caudal del río... Cuando llegó a la choza de vuelta al poblado, su reciente novia guisaba un par de lagartijas, que eran de lo poco que podían probar en época de hambruna. Las mismas lagartijas que, según era creencia en la montaña, se le metían a uno de noche en una oreja, para susurrarle los sueños que amenizaban o perturbaban su descanso.

 Ella, que era el verdadero sueño despierto de él, y que era más un gozo que una pesadilla en su espíritu, no había perdido el tiempo para hacer valer sus derechos de concubina nada más unir sus vidas ambos, y había empezado enseguida a echarle en cara el hambre. Para desesperación de Nilo, que ya la primera noche tras sellar el compromiso, la asaltó en la oscuridad de la choza para calmar al fin el ansia de su deseo maldito. Pero halló en ella la negativa de su estómago vacío, y otra vez se vio forzado a esperar. Y también en adelante, con la firme resistencia de ella, siempre bajo la misma disculpa. Pese a todo, la joven adoraba platónicamente a Nilo, y al verle  ahora llegar tan preocupado de su entrevista con el pionero germano, trató enseguida de informarse. Pero Nilo cambió de tema en un reflejo, mientras se disponían a comer. En realidad pensaba en lo peligroso de la caza del búfalo en la que consistía su parte del trato. Pero la distrajo a ella y se distrajo a sí mismo, hablando de otra cacería no más sencilla, la de un cerdo hormiguero al que habían perseguido en vano hacía un par de días. La exótica especie tenía un aspecto híbrido, con un cierto aire de canguro, pero con el cuerpo rechoncho de un gorrino de delgadas y puntiagudas orejas de asno, y un largo hocico anillado. Moraba allí donde hubiera termitas. Y cuando Nilo y ella lo vieron en su hábitat, huyó como un rayo nada más oler de lejos su presencia, y se apresuró a excavar una madriguera en la que refugiarse, a una velocidad de vértigo. Cuando llegaron donde estaba, el espécimen ya tenía medio cuerpo metido en el hoyo, y trataron de arrastrarlo fuera por la cola, larguísima y puntiaguda como si fuese una rata gigante. Pero entonces el animal se aferró con las patas delanteras a la tierra lo mismo que una lapa, con una resistencia asombrosa. Hizo falta la fuerza de ambos tirando para intentar arrancarlo de allí, y una enorme paciencia para la operación que parecía prolongarse indefinidamente. Los cazadores pensaban ya en renunciar por aburrimiento, hasta que al final se agotaron y dieron con sus huesos en el suelo, un segundo antes de que el bicho se perdiese en las entrañas de la tierra para siempre. En el primer momento casi se echaron a llorar, pensando en lo inútil del esfuerzo y lo humillante de la derrota. Y también en su penuria, que muy bien hubiera podido saciar por una temporada aquel raro animal, con lo sabroso de su afamada carne, de sabor similar a la del jabalí. Pero olvidaron la chusca cacería a la larga, echándose a reír al final, cuando volvían del territorio del cerdo hormiguero. Lo mismo que ahora cuando Nilo sacó hábilmente aquel recuerdo a relucir. Logrando, como quería, que ella abandonase sus presentimientos por el momento, como lo demostró con el estallido de su perenne risa de optimismo, que él sintió en sus entrañas con la cornada de un escalofrío... No tenía mucho tiempo, así que forjó en el horno un puñal y dos puntas de lanza y las colocó en sendas pértigas. La mañana siguiente la empleó en consumar los preparativos, y en planear el viaje a la estepa en la que moraba el búfalo, muy al norte más allá de la sabana y la carretera de grava. Quiso despedirse esa tarde en el mismo poblado, pero antes le contó a ella al fin el verdadero motivo de su marcha. Ella se asustó mucho tal como él temía, cuando estuvo informada del pago necesario para el canje jabonoso. Pero le dejó hacer, pues convino con él en que la carne del búfalo era también, de paso, una forma de plantarle cara al hambre. Admiró su iniciativa de sabueso de caza mayor, insólita para un alfarero caza-alimañas de montaña, y le vio con nuevos ojos desde entonces. Pero le convenció para que no la dejase sola allí, y permitiese que le acompañase al menos la mitad del viaje. Y así partieron los dos ese atardecer, dejando atrás la aldea entre las peñas, que contemplaron desde la atalaya donde se almacenaba el mijo, con sus racimos de chozas como apiladas setas de tejados en cúpula cual pechos de mujer.

  Superaron el sendero de herradura del desfiladero, con la inquietud asombrada de ella que nunca lo veía acabarse, con su rocosa trampa de espejismos. Y pernoctaron al final junto al río caudaloso de siempre antes de la loma, el cual ella desconocía pues no había salido nunca de la zona montañosa al oeste del país, por la que su tribu nómada merodeaba en busca de pastos, procedente de la frontera norte cuando conoció a Nilo. Había visto más ríos, pero ninguno como ese. Le asombró en extremo su cristalina transparencia y su caudal, acostumbrada como estaba ahora al riachuelo verdoso y escaso de la tribu en la montaña. Y previamente a otros ríos mayores y no tan secos, pero tampoco tan colmados ni limpios, que conocía del peregrinaje con su tribu nómada buscando pastos nuevos. También se impresionó con los guijarros inmensos aquí y allí cual menhires plantados en sus márgenes. Habían hecho el exceso de matar antes un gallo en el poblado para comerlo en el viaje, de forma ritual rociando con su sangre el umbral de la choza del baobab para traer suerte al hogar de ambos. Y asaron ahora una porción escasa en una hoguera ante el río. Al amanecer, él partiría, en busca de su ciencia y su sustento. Pero por el momento terminaron la cena insuficiente, justo cuando se ponía el sol. Ella se quejaba del polvo del trayecto rocoso, y de las pulgas que punzaban sin compasión su piel cobriza de pantera, sin demasiado dramatismo tampoco, como una cháchara más con la que distraer el hambre. Pronto fue noche cerrada, y se quedaron ambos en un silencio absoluto, por un tiempo. Mirando arriba, embelesados, un cielo tan transparente y rutilante como el río, plagado de estrellas a las que Nilo llamó de pronto “hijas de la luna”, tal como había oído nombrarlas desde niño. De hecho los varones de su pueblo, como rito iniciático, debían bailar una danza ritual a ese satélite. Ella sonrió al oírle, y rompió su silencio propio para narrarle una historia. Le contó que había una leyenda según la cual su pueblo había sido expulsado de un paraíso en la tierra, por una divinidad que acabó harta de ver cómo se volvían egoístas. Desde entonces, estaban condenados a vagar con su ganado buscando pastizales en los lugares más recónditos del planeta. Y habiendo aprendido bien esa lección, su principal valor como comunidad era el altruismo ahora, aunque sabían que ya nunca tendrían un hogar seguro. Algunos sí se hacían sedentarios, pero la mayoría seguían siendo nómadas. Le explicó que era verdad lo que de ellos se decía acerca de su obsesión por la belleza. Pero que en eso había algo profundo: para ellos la belleza estaba en todo, no en el cuerpo humano solamente. Y además la usaban para sentirse menos solos en su peregrinaje eterno sin echar raíces. Era obvio para ellos que, sin tardar mucho, tendrían que decir adiós a cada lugar que visitaban. Por eso se impregnaban de la hermosura de cada paisaje y de sus gentes, para no echarlos tanto de menos al partir. Pues sabían que, en el nuevo entorno físico y humano que conocerían luego, encontrarían siempre similitudes con el previo, ya que el mundo era variopinto en extremo, como ellos podían constatar mejor que nadie. Pero no lo era tanto que no pudiesen encontrar en todas partes los mismos rasgos familiares: cualquier color, sabor, olor, cualquier detalle…que mantuviese viva la memoria de lo ya vivido, recreándolo y haciendo menos cruel su ausencia. De modo que les ayudase, así, a no sentirse tan desvinculados de la realidad cambiante en que vivían. Añadió que lo que jamás cambiaba era el firmamento, que para ellos tenía también un especial significado…


  
Estaban ambos bajo un cielo diáfano en extremo en ese punto casi virgen del planeta, plagado de luminarias fijas destellantes, y surcado de estrellas fugaces que creaban un espectáculo único a los ojos. Y también al sentimiento, como pareció quererle decir ella a Nilo ahora, cuando le señaló un lugar concreto en la imponente cúpula celeste. Se trataba de la constelación de Virgo. Y ella le contó la leyenda de una lejana tierra entre dos ríos, en la cual, lo mismo que en su tribu, las gentes se volvieron mezquinas. De modo que la diosa que cuidaba de esos seres, y les enseñaba a vivir de los cultivos conviviendo con ellos como una mortal más, decidió volver al cielo, al verles corromperse hasta el extremo de consumir la carne de los bueyes de labranza, olvidando su modo de vivir pacífico. Y allí quedó brillando para siempre, como una viva estrella, para que no olvidasen nunca su presencia antigua. Le contó que aquella diosa agrícola de la fertilidad se llamaba Shala, aunque luego los griegos la llamaron Deméter, y los romanos Ceres. Y que la constelación con la que se la asociaba y en la que, según el mito, ella vivía, tenía la forma de una espiga de trigo. La estrella más brillante de la misma se llamaba espiga, de hecho, como si la diosa la sostuviese allí en el cielo con su mano. Y ciertamente, así se representaba a esa divinidad concreta en las imágenes, sosteniendo una o más espigas que, a veces, formaban también una corona en su cabeza. Concluyó que, en sentido más amplio, aquel grupo de estrellas había sido relacionado siempre con arquetipos idealizados femeninos de todas las culturas. Como la Ishtar babilónica, la Isis egipcia o incluso la Virgen María católica. Que adoptaron para sí el mismo y clásico elemento maternal de guía y mediación entre la divinidad inaccesible y los humanos, con la pureza y la fertilidad de fondo.  

 Añadió que, aparte de una espiga, la constelación recordaba una enorme "i griega" mayúscula. Que, del derecho, parecería una gran copa vacía de líquido. Pero invertida, tal como se mostraba en el firmamento en realidad, recordaba más a un largo río caudaloso con sus afluentes convergiendo en uno solo de sur a norte, en dirección al mar…         
  
Nilo, que debía su nombre a uno de los más célebres cauces que seguía justo esa ruta en su desagüe, no dejó de escuchar su narración, embelesado. Hasta que ella concluyó y volvió a quejarse de las pulgas. Entonces él recordó que llevaba consigo el tosco lingote de jabón hecho por él mismo. Y se le ocurrió entonces cumplir esa misma noche un sueño íntimo, a modo de despedida, por si no volvía a verla tras su enfrentamiento con el búfalo. Dejó que, por primera vez, alguien distinto a él conociese en detalle el secreto de su piel fragante, y llevó a la mujer de la mano hasta la orilla del río. Ella se dejó desnudar completamente allí, comprendiendo en el acto su intención inocente. Él sujetó la nuca de ella con delicadeza entonces, y le llevó el rostro a su pecho para lo que lo oliera bien. Y ella aspiró aquella fragancia con deleite, como ya lo había hecho su hermana pequeña antes, cuando ambas vieron a Nilo por primera vez y les atrajo su imán viril en la distancia.

 Y ahora ambos agacharon sus cabezas bajo el umbral pétreo de un dolmen, y penetraron en la mansedumbre diáfana del cauce, hasta que el agua les llegó a los tobillos. Él había abierto antes una vaina de lufa, para extraer de su interior la red filamentosa que usó como improvisada esponja vegetal. Y con ella, Nilo repitió la ceremonia del jabón en otro cuerpo. Frotando ensimismado, con un frío deleite, en un rito callado y ausente de deseo, sin ansias el jabón contra la hembra de pie: su cabeza almendrada y pequeña de diosa; su espalda rota en nudos al vaivén de sus hombros; sus brazos afilados, abiertos en paréntesis, hasta sus manos amplias reposando en sus muslos; sus caderas distintas, bajo la piel meciéndose fundidas en la misma mariposa de hueso; sus nalgas en carnal tensión en dos porciones, temblando en el contacto, pugnando por abrirse; su rostro moldeado en relieve de arcilla; su cuello transparente de suave nuez aguda; sus pechos apuntando al cielo sus botones, tozudos desbordando la escasez de la esponja; su estómago durísimo como un mullido músculo; sus piernas en compás de perfecto equilibrio, capaces de afirmar en tierra su belleza; su sexo dilatable encerrando su fruto, oculto entre marañas de rizos espirales, cual caracoles blancos en reguero de espuma. Palmo a palmo al final, hasta que todo su cuerpo se llenó de una densa escarcha embriagadora. Y sólo ya más tarde, y lejos ya del agua, cuando la vio secar su cuerpo con la lumbre, tendida de perfil, tan larga como era, y ajena a sus anhelos mostrándole la espalda, concibió su indefensa desnudez como un trofeo. Sintió entonces la zarpa del deseo más puro, que al final reprimió, hecho hiel en su garganta. Pues ella se volvió de pronto, comprendiendo, sabiéndose indefensa, en una muda súplica. Clavando en él sumisa sus ojazos enormes, llenos de la tristeza hambrienta de una loba...

 Y, así, él se recluyó en un rincón  lejos de ella, desarmado en un soplo por aquel freno a su instinto. Trató de adormecerse, sin pensar en la indirecta, mas cuando se durmió soñó con la manada. Y llegó la despedida irremediablemente, al asomarse un sol que los halló dormidos, separados cada uno a un extremo de las brasas. Nilo dijo adiós dejándole a ella el resto del gallo, y emprendió camino hacia la estepa, con el apoyo de una lanza en cada una de sus manos. Y tras varias horas de camino, localizó la primera manada. Le guiaron hasta ella los blancos revoloteos lejanos de los picabueyes, las aves que rodeaban perennemente al buey salvaje, librándole de los parásitos de los que se alimentaban de paso, en un insólito pacto de solidaria colaboración que tanto maravillaba a los naturalistas europeos. Pronto llegó hasta el llano en el que apacentaba el grupo, pero fue poco precavido y lo espantó, antes de que los búfalos estuviesen a un tiro de lanza. Trató de alcanzarlos, pero fue imposible, y esa noche la pasó al socaire. Al final sólo atrapó una culebra esa jornada, por si el hambre. Pero apenas la probó, obsesionado con la caza, y se guardó la carne de reptil para más adelante.

Al amanecer, se puso de nuevo en marcha, y hasta que cayó la tarde no volvió a localizar la manada, que huyó otra vez. Aunque esta vez logró alcanzar, extenuado, a un pequeño grupo de tres bueyes, que se detuvieron a beber en una charca separados del resto. Dos de ellos le intuyeron y escaparon, pero el tercero se entretuvo bebiendo, y estuvo al alcance de su puntería. Nilo sabía que los búfalos eran cobardes en principio, pero no dudaban en arremeter contra un hombre si se les hería. Por eso trató de apuntar bien, en el momento que la bestia le volvía su cabeza al sentirle, rematada ésta por dos enormes cuernos espirales. Al tiempo que le clavaba unos ojos temibles, muy lejos de la súplica de una indefensa desnudez... La primera lanza le rozó apenas el lomo. El animal bufó y dio un par de pasos apartándose, y el cazador comprendió que tendría que precipitarse sobre él cuerpo a cuerpo, con la lanza que le quedaba. Pero, aunque no estaba herido, al final el búfalo no dudó en embestir a Nilo imprevisiblemente. Con lo que él apenas tuvo tiempo de clavarle la segunda lanza en la cerviz cuando se produjo el encuentro, antes de salir huyendo sin poder evitar pese a todo un empellón del buey salvaje, que le dejó una herida leve en el pecho. El animal estaba grave en cambio con el descabello, y se dirigió a la charca para desangrarse sin  ánimos ni fuerzas para perseguir a Nilo. Caminó un rato sin objeto bramando y formando círculos. Y al final se sentó en la orilla y agonizó durante un tiempo. Sólo cuando expiró, tuvo Nilo valor para acercarse. Y entonces vivió la ironía de no saber qué hacer con él. Ya era avanzada la tarde, y al final decidió pasar allí mismo la noche velando el cadáver por si los buitres, y encender una hoguera por si las alimañas. Ahora sí tuvo ánimos para probar la culebra, después de restañarse como pudo la herida. Su sabor era más ingrato que el de la carne de un buey, pero desguazar al bóvido era una tarea ardua y ya casi era de noche. Y hasta que no amaneció no se puso manos a la obra, bajo una nube de buitres que no se atrevieron a acercarse. Despellejó hábilmente al buey en varias piezas, con el puñal que no había usado todavía, y que empleó también para el desguace. Usó la propia piel como saco para acarrear toda la carne que pudo, obtuvo algo de las entrañas también para fabricar con su sebo el jabón, y dejó el resto para los carroñeros. Tardó casi un día entero en regresar al río con el peso, y en el viaje se le abrió la herida mal curada. Era de noche, y en cuanto le vislumbró, ella corrió riendo a recibirle y le ayudó a acarrear la carne hasta la hoguera. Y le curó allí a Nilo la herida usando el mismo emplasto que había empleado una vez para las quemaduras de sus manos. Festejaron la caza con la carne del búfalo, que habría de satisfacer la urgencia de su necesidad alimenticia por mucho tiempo. Y en su urgencia propia, Nilo apagó entonces la hoguera por sorpresa, y la abordó a ella en la sombra, en una red tensada. Venciendo su rechazo postrero con la lucha, durmiendo con un jugo letal su resistencia; apagando en empujes de amor sus movimientos, hasta alcanzar unidos la tirantez de un hilo; derramándose en ella, voraz, en una trampa a la cual no acudió ya nunca el hambre de una araña...

 Y, ya al amanecer, partieron con la carne, que habrían de racionar y secar como conserva. En ello se empleó Nilo con ella en el poblado, para apurar el día restante hasta la cita. Pero primero Nilo guardó también para preservarlo un trozo del sebo del buey. Y aprovechó un frasco con alcohol que nunca supo en qué emplear y que era de lo poco que conservaba de aquel lote de la mochila del alemán que fue menguando con las pruebas poco a poco. Con el día siguiente la lluvia de Julio comenzó a arreciar en la montaña, la sabana, la estepa y las praderas inundables. Nilo esperó al alemán según lo convenido, siete días después de su último encuentro. Pese a lo violento de las primeras lluvias, lloviznaba apenas en ese momento. Pero el alemán se protegía la cabeza con un vasto capote, por el que se asomó con dos ojos sonrientes tras sus lentes, al ver a Nilo con la piel del búfalo plegada a sus pies. A cambio él extrajo para el jabón de Nilo un frasco de la mochila de siempre, y le explicó que era almendra de palma, y que con ella el jabón haría mucha espuma. Conformes los dos, el alemán elogió al cazador por su valentía en la caza. Y le prometió nuevos productos en un nuevo encuentro semanal. A cambio de la piel de otra bestia que le mostró como la anterior en su cuaderno, y cuya silueta de lápiz se derritió ante los ojos desmesurados de Nilo con la lluvia que empezó a caer fuerte de nuevo...
  
De vuelta al poblado, no le ocultó esta vez a ella la nueva exigencia de materia prima jabonosa. Se entretuvo reparando las mil goteras del techo de la choza, que con el fuerte chaparrón que acabó por caer esa jornada estragaban la caldera. Mientras, ella ponía trampas para cazar los pájaros del almacén de mijo en la atalaya, a los que una vez descubrió en plena lluvia por docenas, picando cualquier grano perdido al amparo de la techumbre y en el anonimato de la noche. Y en el silo del almacén encontró un cuenco de arcilla sin dueño, salpicado por las goteras del techo. Se lo apropió, atraída por él de un modo extraño, y sin saber que uso podía darle... Y cuando faltaban diez días para la nueva cita con el alemán, Nilo se puso manos a la obra reforzando las dos lanzas que conservó tras el encuentro con el búfalo. Cuando estuvo listo, decidió ponerse en marcha aprovechando una pausa en la llovizna, pero antes se despidió de la mujer, que esta vez no hizo intención de acompañarle. No se detuvo hasta el río, y evitó en esta ocasión dejarlo atrás en dirección a la loma como solía. Recogió allí algunos racimos aromáticos para el jabón por si se le olvidaba hacerlo a la vuelta. Y emprendió derecho, sin esquivarlo, el curso algo revuelto con la reciente sobrecarga pluvial. Primero a pie‚ y luego vadeándolo en su amplitud allí donde podía hacerse pie todavía. Al final lo cruzó a nado. Y ya en la otra orilla, continuó caminando en la dirección de la corriente hasta doblar un recodo entre montañas, tras el que el río se abría ya ancho y vasto hasta el horizonte en toda su extensión profunda y navegable. Vio las cabezas en forma de zapato de los rinocerontes bañándose en él. Pero tuvo que caminar un día entero hasta otear el margen salpicado de arbustos donde nadaba la bestia. Y una vez allí, se enfrentó con ella en un combate si duda desigual, pero esta vez a favor de Nilo. Pues la especie menor que habitaba aquel cauce no era en absoluto tan voraz ni temible como aquélla otra mítica de comedores de hombres que moraba muy lejos, al otro extremo de África, en el emblemático río de nombre idéntico al de Nilo.
  
Pero, con todo, le costó vencer su resistencia, y a punto estuvo de sufrir sus dentelladas. Pero ensartó la lanza en la longitud mediana de su lomo. Cargó con el trofeo sobre los hombros. Regresó al poblado agotado del viaje y oyó una risa loca, pensando ya en la cita. El alemán apareció bajo la lluvia en el día séptimo, y se mostró lleno de morena satisfacción bajo su capote al ver la piel del cocodrilo. A cambio entregó a Nilo un frasco con aceite de copra. Y abrió su cuaderno por un dibujo para el siguiente canje. Y entonces Nilo respondió por primera vez con un claro gesto de disconformidad, al ver trazada la silueta de un elefante... Nada más verlo, le asaltó no tanto el comprensible miedo físico hacia el mamífero gigante, como el temor de ser perseguido hasta la muerte, e incluso después de ella, por la estela de su espíritu eterno que habitaba los llanos desde tiempo inmemorial, mucho antes de que pusiese en ellos su pie el hombre. Y entonces el alemán dio por perdido el marfil, al asumir que, como no dejaba de ocurrir con otros muchos individuos, ya fueran estos primitivos o civilizados, era posible apelar a la valentía de aquel hombre, pero harto difícil en cambio ir contra sus supersticiones. De modo que aceptó a regañadientes la negativa rotunda de Nilo, y abrió el librito por un sitio distinto. Nilo vio pasar raudas las páginas que se detuvieron en la parte del cuaderno de campo dedicada a los simios. Por un segundo se inquietó al ver la representación de un gorila gigante, pero el alemán volvió la hoja y apareció un mandril... No sería fácil, pero la caza era posible. Quedaron en volver a verse en siete días. Y Nilo emprendió los preparativos de la marcha. Cuando afrontó la espesura el día de la caza para buscar la nueva presa, el bosque le hizo pensar en la jungla mítica de su nacimiento, pero en la que, en realidad, no había nacido. Fue una rebuscada asociación de ideas, pero a decir verdad él no había penetrado el vientre del bosque tan profundamente nunca, y además sintió en su sangre que su pueblo sí había pasado por allí en su éxodo, aunque él no había visto allí la luz. Así que le pareció un entorno al mismo tiempo ajeno y familiar, fascinante y siniestro. Y no pudo evitar acordarse de la araña, que sí había sido real al envolverle la cabeza…  

 Miró hacia arriba con recelo. La luz se filtraba apenas entre la maraña verde de los árboles gigantes, peldaño extremo de aquella floresta escalonada, donde antaño acechaban los cazadores de esclavos. Pero no halló allí señal alguna de la que preocuparse. Aparte de la propia monotonía crujiente con sus pasos, e inquietante por doquier a su vista en lo alto de los troncos, de los bejucos torcidos con aspecto de sierpe. Así que continuó según el follaje se iba haciendo menos espeso, y los  árboles descendiendo algo en altura a lo largo de un bosque todavía tupido sin embargo, pero antes de la vegetación baja de arbustos. Llegado allí, no tardó en encontrar un ejemplar joven, al que reconoció sin posibilidad de error, tras haberle seguido el rastro por sus excrementos hasta entonces: cuando lo intuyó ya cerca, el animal le confirmó su presencia sin necesidad de verlo, de una forma auditiva con el escándalo de su sarta de ladridos, rezongues y chillidos. Lejos ya de la espesura, y en la amplitud de un claro casi sin  árboles, donde el babuino corría a sus anchas de aquí para allá armando bulla con su aspecto perruno, muy activo cuando el cazador lo sorprendió dedicado a recolectar setas. Y cuando Nilo dejó aparte las lanzas y se dispuso a medirse con él azuzándole con una rama larga, el simio se refugió en un  árbol. Y  usó un no menos largo brazo prensil para agarrarse a él a baja altura. Con el otro brazo plantaba cara a Nilo repeliendo el palo, al tiempo que le mostraba amenazante al cazador unos peligrosos colmillos enormes que contrastaban en el animal con la inocencia de su chistosa cara similar a la de un payaso.   

Pero al final Nilo pudo con él a duras penas, y le hizo perder el equilibrio con la rama. Y cuando el animal cayó al fin, Nilo soltó la rama y lo atrapó evitando en lo posible la acometida de sus colmillos y sus zarpazos. Haciendo un lazo con las lanzas que recogió en un reflejo del suelo y que traía ya preparadas unidas por una soga. Regresó a la aldea hecho un mapa de arañazos, y a su pareja le gustó mucho la carne del mandril. Sobre todo los sesos, que él no probó pero que ella se comió satisfecha delante del cazador chupándose los dedos, después de curarle a él las heridas. Por entonces Nilo comprendía ya la suerte de haberse encontrado en su camino con ella. Y de pronto asumió que no sólo sentía una magnética atracción por ella, surgida ya en su primer contacto visual mutuo distante. Además la adoraba, la amaba con locura y para siempre. Concibió ese sentimiento nuevo en él de la forma más simple, en una más de tantas paradojas de la vida, al verla abrir por la mitad con mimo el cráneo de la bestia para alimentarse. Y comprendió  también entonces la bella crudeza de la vida, y abjuró por un instante de sus supersticiones, arrepentido de no haber cazado el elefante. Para traerle a ella en volandas como una golosina, como la prueba del amor más desbordante, su insólito corazón de veinte kilos... Ella pareció entonces leer sus pensamientos, y le dedicó, espontánea, la mejor de sus risas de niña. Y cuando terminó de relamerse con el mandril, animó a Nilo a que cazase más como ese. Para ellos y para aquel simpático alemán del que le hablaba tanto Nilo, y al que ella no conocía en persona. Pero la decisión no estaba en manos del herrero, si bien le prometió a ella proponerle el asunto a su socio.

 Además de la piel, el alemán quería también la cabeza del simio para disecarla, y Nilo le llevó ambos en su cita siguiente. Al ciclista le hizo gracia la cabeza de payaso triste, pero no tanto que la hubiesen vaciado. Pues quería llevársela intacta a algún taxidermista que hiciese él mismo el trabajo pero de una forma más profesional. Con el fin de vendérsela luego a algún rico colono para que la usase como exótica decoración en su despacho. Así se lo explicó a Nilo, que no le comprendió bien, distraído como estaba  pensando en la promesa que le había hecho a su novia. Entonces la cumplió oportunamente. De modo que, después de disculparse con el alemán por haberle estropeado el negocio de vender la cabeza a buen precio, le juró no comerse más los sesos si le encargaba más cabezas. Y el alemán convino en seguir con los mandriles. Aunque en sus citas siguientes, que superaron la decena, la caza se amplió a otros animales. Casi siempre pequeños a partir de entonces, como liebres o algún antílope enano. Y sólo alguna vez un pequeño cocodrilo domeñable, o incluso algún ave exótica también. Una vez, el alemán le impuso a cambio de la materia prima del jabón, el pago de un ave del paraíso, cuyo precioso colorido mostró a la embobada curiosidad de Nilo en su cuaderno. Nilo lo buscó  desesperado en vano en las alturas durante días: por la sabana, por la estepa y por el bosque, tendiéndole redes y poniéndole trampas de insectos que fabricaba con amor su compañera, similares a las que ideaba para los pájaros que picoteaban en el almacén de mijo. Hasta que tuvo que aceptar su primer fracaso en la caza avergonzado de sí mismo, dispuesto a reconocer su impericia ante el alemán con las orejas gachas.  Pero entonces el colono se adelantó en las disculpas al ver a Nilo venir a él cabizbajo. Alegando, con solapada socarronería, que se le había traspapelado en el cuaderno el apunte del multicolor pájaro exótico, obtenido en un antiguo viaje suyo a Australia, en cuyo hábitat el ave tenía su morada exclusiva. Añadió que cayó tarde en la cuenta, y no había podido avisar a Nilo del error. Y éste comprendió enseguida que había sido víctima de una broma. Y para no poner mucho en evidencia su propia ignorancia zoológica, le rió la gracia al alemán, que le compensó enseguida por la burla. Obsequiándole un frasco de lejía alcalina para la consistencia química del jabón. Nilo se dio por satisfecho con la dádiva, pero aprendió la lección. Y acabó de confirmar con aquello del pequeño tomo encuadernado, su idea intuitiva de los libros como una especie de compendio mentiroso, donde las cosas no eran lo que parecían. Y donde los multicolores pájaros de la imaginación, volaban caprichosamente a lugares lejanos y exóticos que uno desconocía y que probablemente no llegaría a pisar nunca. Y eso que Nilo no había leído ni habría de leer jamás una novela...

 Pero el caso es que, cuando ocurrió la anécdota de aquella broma, ya habían pasado cinco meses desde la caza del búfalo, justo a la mitad de los encuentros periódicos entre el alemán y Nilo, los cuales se habrían de prolongar por otros cuatro. Pero antes llegó octubre. Acabaron las lluvias y se llenaron los graneros, y la hambruna empezó a remitir en el poblado. Nilo siguió con el trabajo en el jabón, que con los nuevos productos mejoró bastante. Y regresó como los otros artesanos a la fragua, revivido ya el riachuelo, pero en su propio horno forjando las vasijas. El jabón que conseguía ya no era tan duro ni tosco, era más maleable, más espumoso y con menos impurezas. Pero faltaba darle una forma menos abrupta y más versátil que la del lingote, y un color más agradable. Y en ese esfuerzo sin fruto se mantuvo, a la larga de forma obsesiva, olvidando casi la elaboración de las vasijas y los aperos de labranza, durante los meses siguientes hasta Febrero. Había tenido con el alemán, casi sin darse cuenta, once encuentros, desde el albor de Junio con la estación húmeda hasta mediada la seca. Y en el número doce, Nilo apareció en la grava con una piel pactada y una muestra de jabón. Le enseñó muy orgulloso la muestra al alemán, para que se congratulase con él de sus progresos. Pero éste no pareció muy entusiasmado con la primera prueba que tuvo ocasión de ver en realidad del concienzudo trabajo fruto de sus intercambios con Nilo. Le devolvió a Nilo el lingote todavía impuro con un desinterés mal disimulado, que a Nilo le dolió en el alma. Y a cambio de la piel entregó  a Nilo un frasco de cloruro sódico con la expresa esperanza de que fuese el remate químico óptimo para redondear su trabajo. Pero tras haberle desanimado con el desdén anterior, el optimismo del alemán no dejó muy convencido esta vez a su socio indígena. Y entonces el alemán se quedó un momento serio y pensativo, y luego se sonrió y le prometió una solución definitiva para el jabón.
  
El pionero contó a Nilo que tenía previsto ausentarse de la región montañosa, en un larguísimo viaje en dirección al Golfo al sur del país, a mil quinientos kilómetros de donde estaban ellos. Planeaba viajar tan lejos para comprar las materias primas más difíciles para la minería, sobre todo los productos químicos, en una base alemana de la costa que sería pronto capital de la colonia. El resto lo conseguía, más fácilmente, en Nigeria, pasando la frontera cercana. Y en el país vecino tenía también a su familia, aunque no le gustaba hablar de ella... Le explico a Nilo que permanecería en el lejano Golfo cierto tiempo, para sacarle partido a su duro viaje al sur, aunque estaría de vuelta en un mes a lo sumo. Allí conseguiría para él un producto óptimo para rematar su trabajo. Ante el atento semblante de Nilo, el alemán le explicó que, a cambio de dicha solución final, esta vez quería que cazase para él un animal muy especial y peligroso...
  
Pasó, sin más, muy metódico a consultar su cuaderno. Nilo se temía lo peor, y por eso no se inmutaba ni decía nada. Y el alemán le entregó abierto de par en par el libro por un nuevo dibujo. Entonces Nilo soltó una carcajada, cuando un alivio inmenso recorrió todo su espinazo hasta los pies. El dibujo representaba un antílope enano, de la raza autóctona de Bates. En realidad el animalillo, de una curiosa especie que no levantaba más de treinta centímetros del suelo, era un gracioso retaco de cabeza y cuerpo casi idénticos a los de un conejo, pero apoyado en cuatro patas delgadas como alambres. En definitiva con la traza de un quiero y no puedo de ciervo diminuto con dos risibles cuernos canijos asomando apenas de su peluda cabeza. Nilo lo reconoció enseguida, pues se había topado una vez por sorpresa con una pareja de ellos hacía mucho tiempo, cuando aún vagaba sólo por la llanura para distraerse del desprecio de las mujeres. Intentó atrapar al más rezagado sin necesidad de usar ningún arma, con la sola ayuda de sus manos, como si tratase de apresar un gorrino escurridizo. Pero entonces el minúsculo bicho se zafó de su presa pegando un inverosímil salto de tres metros lejos de su alcance. Y la risa por aquel salto enorme para su envergadura pudo más que su rabia por el fiasco en la caza, lo mismo que en aquella otra ocasión posterior con el cerdo hormiguero y ya acabada su soledad en compañía de su pareja... El caso era que la captura del antílope pigmeo quizá no fuese tan sencilla, pero desde luego lo sería mucho más que la del búfalo, el mandril o el cocodrilo domeñable, y desde luego mucho menos  peligrosa...
  
Nilo rió y rió señalando el cuaderno para pasmo del alemán, sonriente él también en un primer momento por seguirle el juego, hasta que acabó por pedirle a Nilo que le devolviese el librito, con un gesto escamado. Y sólo entonces comprendió el alemán su error, esta vez involuntario, muy distinto de la broma con el ave exótica del paraíso. Y dio vuelta a la hoja antes de entregarle de nuevo el libro a Nilo, con gesto grave en un momento mutuo de tensión, esta vez por la página correcta. Y entonces la euforia del cazador terminó por apagarse en un soplo, convertida en miedo al contemplar la feroz silueta de un leopardo... Pero el orgullo de Nilo le forzó a componer enseguida el gesto. Aunque preguntó al alemán, eso sí, como era justo, cual era aquel mágico producto que le prometía a cambio de una contrapartida que tan cara podía costarle. Y entonces el alemán le habló de una vasta extensión de agua salada que rodeaba todo aquel continente lo mismo que los otros, y que ocupaba en realidad la mayor porción de la naranja arrugada del mundo. Mundo que no era todo él llano como Nilo daba por hecho. Ni infinito ni siempre firme como creyó corroborar,  una vez que comprobó que el suelo no se interrumpía a sus pies más allá  del refugio montañoso de su clan ni más allá del bosque, tal como le habían enseñado de niño erróneamente. Contradiciendo el otro relato mítico sobre el éxodo arbóreo de su tribu desde tierras remotas, de paso. Como si, según dicho relato, una vez establecido en la montaña, su clan hubiese convertido esta en una isla, borrado el resto de la orografía del planeta. Y así era en cierto modo, dado su paradigmático aislamiento. Pero ahora el alemán abrió una perspectiva para él más amplia incluso que la africana del éxodo. Y le explicó que la tierra se interrumpía para el caminante sólo allí  donde el océano marcaba el límite de sus pies aunque no así el de sus sueños. Pues el espíritu aventurero humano sabía ir siempre más lejos y surcar los mares en barco hacia tierras recónditas. Y podría ir incluso más allá en su fantasía en un futuro, y explorarlas construyéndose unas alas para ver el mundo desde arriba como un pájaro. Aunque era cierto que, como admitió a Nilo el alemán, todavía no había aprendido a hacer eso último, aunque seguramente le quedaba poco para ello…

 Así que el alemán, que por su parte gustaba de ir en bicicleta, le prometió obtener para él una sustanciosa muestra de agua de mar con la que lavar la masa del jabón quitándole toda impureza. Y Nilo, todavía impresionado por el testimonio geográfico esclarecedor del europeo, clavó los ojos en el alemán buscando la verdad, y hubo un tenso silencio. Le pareció sincero, así que agradeció en su fuero interno al alemán la enseñanza geográfica, y aceptó por fin el nuevo trato. Despidiéndose los dos hasta el que habría de ser su último trueque mutuo un mes más tarde. Cuando volvió a la choza, le ocultó a ella de momento el objeto de su nueva caza, como había hecho la primera vez con el búfalo. Forjó a escondidas una rotunda punta de arpón en forma de alabarda que ensartó en un palo grueso luego, acción esta última en la que le sorprendió ella al final, forzándole a explicarse. Pero Nilo la disuadió con evasivas primero. Y logró luego que su pareja aplazase sus temores cuando le vio a él ensimismarse en el jabón más que nunca, aprovechando que esta vez tenía todo un mes para cumplir su parte. Como si ella pensase, con una ingenuidad enamorada, que con aquella distracción podía Nilo olvidarse y dejar pasar de largo la fecha de la caza.
  
 Nilo repitió todo el proceso de fabricación desde el principio, semana tras semana y prueba tras prueba. Añadiendo tras la cocción el frasco de cloruro de su último canje en la masa. Cuando acabó, obtuvo por fin una masa purísima que, una vez endurecida, cortó en un lingote para cuya consistencia final se le había ocurrido antes aprovechar por primera vez el sebo de buey en conserva, olvidado en un rincón desde su lejana aventura con la bestia meses antes. Dudó un momento en añadirlo a la mezcla, pues resultó haberse vuelto putrefacto en el frasco mal cerrado, después de haberse llegado a evaporar casi por completo el alcohol. Pero lo incluyó al final irreflexivamente, por una especie de capricho, de iniciativa irracional rapaz que tendría eco definidor en el instinto creativo de las futuras ramas de su entorno social y de su sangre. Y cuando acabó todo el proceso del jabón, no pudo reprimir un grito de satisfacción por los resultados. Pero de cualquier manera, ya con una muestra al fin consistente y pura, el problema restante consistía en darle forma...

 Entonces, inesperadamente para Nilo, fue su amada la que aportó una solución a eso. Ella estaba muy coqueta acicalándose ese día, adornando su rostro con pinturas vegetales y recogiéndose el pelo con una horquilla de hueso, sentada en el suelo en un rincón de la choza del baobab. Mientras, él remataba el nuevo lingote, insatisfecho con la estética amorfa y fría del objeto. Entonces ella se levantó de su rincón y le pidió que le entregase el lingote. Y, ni corta ni perezosa, cortó con la afilada horquilla una esquina del mismo, que luego talló usando también el propio hueso como cuchilla, hasta dar al fragmento jabonoso la nítida forma de un corazón. A Nilo le encantó la ocurrencia, y entonces fue él quien tuvo una inspiración propia. Y saltó hacia el rincón de ella ahora vacío, donde descansaban las pinturas vegetales de múltiples colores que, primero, ella elaboraba y mezclaba en una calabaza hueca. Y luego repartía en un rosario de cuencos de diversos tamaños. Cogió al azar uno pequeño, que resultó ser el mismo hecho de arcilla que ella había encontrado en el silo, sin saber por entonces qué uso darle. Y allí mismo y con las yemas de los dedos, embadurnó el pequeño corazón con el vivo  tono azul que contenía el cuenco. Y se lo mostró satisfecho, como un trofeo, a su novia, que no tuvo esta vez ocasión de reír cuando vio transfigurarse en un soplo el rostro de Nilo, que se tornó extremadamente serio. De pronto el cazador se dio cuenta de que tenía que encarar la caza, cumplido casi el mes de plazo a cuatro días de la cita. Y aunque el jabón ya era perfecto al fin, le obligaban a la vez su promesa hecha al alemán y su orgullo. Así que, en un nuevo impulso, se lanzó sobre el arma puntiaguda sin demorar la caza más. Y ella se quedó paralizada e impotente cuando le vio salir de la choza arpón en ristre, como una exhalación en dirección a la floresta pluvial en la que el mito arácnido situaba su nacimiento falsamente.

 Tardó dos días en localizar el primer rastro, tras perderse en vano por el territorio de los mandriles sin intención de cazar ninguno esta vez, sino a sabiendas de que eran estos la presa favorita del leopardo. Pero no vio allí nada significativo, y se alejó siguiendo el largo curso de un riachuelo. Encontró entonces, al amanecer, un palmo de tierra removida junto a la corriente. Y lo terminó de excavar con las dos manos, hasta descubrir enterradas unas vísceras todavía calientes. No reconoció bien la presa concreta por las vísceras, aunque intuyó cual podía ser. Buscó cara arriba el resto del cadáver que debía estar cerca. Según caminaba, árbol por  árbol, adentrándose cada vez más en la espesura. Hasta que lo vislumbró en uno de ellos, gracias a lo llamativo de su piel moteada de delicados puntos blancos, que sin embargo estuvo a punto de pasar de largo. Se acercó más y vio el cuerpo aún sin devorar, que pertenecía a un pequeño antílope almizclero, un ser acuático de vida nocturna al que el leopardo debió sorprender al caer las sombras bebiendo en el riachuelo. Nilo sintió un respingo extraño, pues se había imaginado absurdamente que la presa era el otro rumiante enano saltarín del cuaderno del alemán. Y de alguna forma su asociación mental de la anécdota chistosa del antílope de Bates con el cadáver visible del animalillo desprevenido le resulto grotescamente triste. Esta otra miniatura de antílope con aspecto de roedor, estaba tendida desgarbadamente como un calcetín, con toda su corta anatomía doblada en una rama. Y entonces Nilo sintió un frío profundo más fatal que la tristeza, aferró el arpón y se echó a temblar buscando algo a su alrededor en la vegetación opaca.

 Estuvo allí unos minutos inmóvil, hasta que vio una respiración moverse, y oyó una silueta demoníaca de ojos de fuego. Pensó en la araña, pero surgió el leopardo, al que no pudo encarar directamente, en la duda de enfrentarse con algo familiar. Pero se armó de valor y le miró a los ojos. Y al final salió ganando Nilo en la estrategia: le engañó con el amor, y le mató gracias al miedo. Y regresó a la aldea con un imponente cadáver aterciopelado, que sirvió para engrosar la leyenda de Nilo. Pues esta vez, todos, hombres mujeres y niños, le rodearon en su segunda entrada triunfal en el poblado, tras la primera de su cuerpo perfumado con jabón. Le siguieron incluso hasta el apartado horno. Y luego, junto al horno, hasta el umbral de la choza del baobab. En cuyo suelo Nilo extendió, cuan largo era, el poderoso cuerpo del felino. Y ya cuando estuvieron solos, despejado el tumulto, ella se echó a reír de puro nerviosa. Y se abrazó luego a Nilo llorando finalmente, con toda la desesperada incertidumbre de la vida. Como el mito decía que el propio Nilo lloró en su nacimiento, cuando se rompió el cordón entre los árboles gigantes y él cayó y sintió, con pánico, las patas de la araña...

 Amaneció un despejado día de Marzo. Nilo dudó si el alemán se acordaría ya de él después de un mes, y pensó que quizá habría decidido no regresar de su viaje. Pero el colono apareció puntual la fecha exacta, sin perder la sonrisa cuando saludó de lejos a Nilo. Venía muy ufano en su vehículo, y de buen color moreno tras su aventura en la costa. Pero también agotado de pedalear acarreando un pesado objeto en el portabultos de la bici. Nilo le dedicó un saludo frío cuando surgió del seto. El otro se sorprendió un poco con aquella falta de calor humano rara en Nilo, y al llegar junto al joven indígena vio mejor su serio rostro y su atlético cuerpo surcados ambos de arañazos. No le quiso  analizar mucho pese a todo, al principio. Y se limitó a desliar y apoyar luego de un golpe seco en la grava el pesado bidón de agua marina que llevaba atado al portabultos. Entonces Nilo le dio la espalda y acudió de regreso al seto sin decir palabra, y volvió con un zurrón de piel de cabra que le alcanzó al alemán. Murmurándole sin perder nunca el aire serio, que aquello era un obsequio. El alemán lo abrió intrigado, y entonces se quedó boquiabierto... Estaba repleto de una preciosa colección multicolor de exquisitas miniaturas de delicado jabón de formas múltiples: estrellas, medias lunas, pájaros, flores, elefantitos, peces... dignas de figurar en el tocador para embriagar la higiene de una reina. Entonces el alemán se sintió infundido, tras el primer momento de sorpresa, por una admiración sincera hacia Nilo. Lejos del paternalista asombro de un hombre civilizado ante la tenacidad autodidacta de un ser primitivo a sus ojos, que era la errónea impresión que tenía de él hasta entonces.   

  Y de hecho casi se olvidó de su parte pactada para el trueque. Pero al ir a darle a Nilo en el hombro una palmada, conjunta de admiración y agradecimiento por el regalo, le detuvieron las llagas en su carne. Y por eso intuyó cual era el motivo que encaminó a Nilo de regreso al seto, sin perder su gesto serio. Y cuando regresó, los ojos del alemán brillaron con un deleite  mayor que con el jabón, al tiempo que Nilo extendía la valiosa piel de terciopelo del leopardo a los pies de la bici junto a la garrafa. Entonces el alemán dio un grito de júbilo, y saltó del vehículo por primera vez en todos los encuentros mutuos en la grava. Dobló él mismo la piel en el suelo, envolviendo con ella el saco de jabón. Y se agachó para anudarlo todo hecho un paquete, antes de amarrarlo en el portabultos de la bici. Nilo le observó impasible todo el tiempo, sin hacer intención de coger su parte. El alemán alzó la vista, todavía agachado en su labor. Y contempló entonces, no sin cierto miedo desde su posición de inferioridad, la poderosa estatura de Nilo. Con el escalofrío añadido de su semblante profundamente adusto, que parecía interrogarle... Pero tragó saliva y silbó disimulando. Miró a la garrafa huérfana, miró a Nilo, volvió a mirar la garrafa y se encogió de hombros; terminó el nudo del suelo, y se puso en pie para amarrar el hatillo al portabultos.

 Cuando se incorporó, se encontró ahora sí frente a frente con el indígena, que pese a todo le seguía sacando una cabeza. Y como respuesta a un mudo interrogante ahora en los ojos del alemán, que se volvió a encoger de hombros, Nilo le ofreció otra vez la espalda. Regresó  tras el seto entonces. Y transcurrido un minuto de expectación, en el que el alemán escuchó el cruce de unas voces, Nilo regresó de la mano de la única mujer de su vida dando fin al misterio. Ella caminaba con dificultad. Y el alemán dejó caer entonces, embobado, todo el peso de su mandíbula. Al admirar al mismo tiempo en la singularidad de aquella mujer desconocida, en la rotundidad de aquella hembra telúrica y perfecta, la más subyugadora de las bellezas salvajes y el estado de gestación más avanzado...

 Pero el hijo de Nilo venía mal, y la madre ya había roto aguas... Así que Nilo no tuvo que explicarse mucho, una vez que suavizó un poco al fin lo arisco de su gesto, que se debía más a la gravedad de las circunstancias que a otra cosa. Sobre todo cuando leyó en el rostro del alemán que éste comprendía bien la situación de desamparo de la pareja, que Nilo le aclaró en un breve esbozo. El hecho de pertenecer a tribus distintas los dos, unido a que él era un alfarero enterrador por estirpe y ella no, se volvía incompatible con las reglas tribales, lo que había inspirado el rechazo de la comunidad desde el principio. Así que las parteras de la ladera montañosa, todas mujeres de herreros, se negaban ahora a asistir a la mujer. Alegando que el niño venía de nalgas y que ella tenía que arreglárselas sola con la mala preñez que los dos se habían buscado, resultado de una mezcla de sangre inapropiada. La madre de Nilo, que como esposa que era ella también de un brujo alfarero, podía cumplir funciones de matrona, se ofreció para asistir al parto ella sola. Aunque fue sincera igual que su marido, y afirmó que el alumbramiento en sí era muy difícil, de modo que sería mejor que buscasen ayuda fuera de la aldea y la montaña.
  
Así que, sólo por su hijo, elegían ellos el exilio de momento, si bien nadie les había expulsado propiamente. Y aunque la segregación les condenase para siempre al aislamiento, el uno se bastaba con el otro para ser feliz. Además sus raíces les hacían desear a ambos el regreso a la montaña lo antes posible tras el alumbramiento, tal como prometieron a los padres de Nilo que les aconsejaron pedir ayuda lejos. Los dos confiaban en la ciencia de los blancos además, y todavía más en la buena voluntad del alemán. Aunque por la duda ante la posible reacción real del europeo, Nilo le había hecho como refuerzo a éste el regalo del zurrón, no del todo desinteresado. Y efectivamente el alemán se ofreció, como Nilo esperaba, para guiarles hasta la excavación donde él vivía a ocho kilómetros. Allí había una precaria clínica rural, y apenas eran dos horas de camino, en dirección oeste siguiendo una bifurcación de la carretera de grava. Nilo cargó la garrafa al hombro, y usó el brazo libre para ayudar a caminar a la mujer preñada. Y así abordó con ella abrazada el camino de grava, siguiendo ambos la efímera estela del ciclista, que silbaba una canción ufanamente, inspirado por el bonito día. Cabrioleaba todo el tiempo con el manillar de la bici salvando los baches, sintiéndose ligero pese al nuevo peso en el portabultos. Muy animado y ajeno a la circunspección de quienes le seguían, pensando también en el negocio de vender la piel valiosa que envolvía ahora el jabón. Cuando anochecía, llegaron por fin a la excavación, sita en el terreno de un antiguo enclave británico en desuso, en manos germanas ahora. Habían aprovechado para instalarse allí un pozo de agua aún funcional. Un aserradero de construcción reciente. Un viejo establo y un par de barracones. El ciclista les llevó hasta el sanatorio, instalado en el barracón menor de ambos, estando el grande dividido en una taberna y una fonda. Pero el médico alemán no pudo ayudarles, muy atareado él bisturí en mano y sudoroso, con la mascarilla al cuello y envuelto en una bata ensangrentada, pues le habían interrumpido en plena cirugía. Escrutó intrigado por encima a Nilo y a la embarazada, que estaban deshechos por la caminata. Dijo algo admirativo en francés, con grave respeto, sinceramente impresionado por la belleza atroz de la muchacha. Y les recomendó un humilde dispensario en un pequeño poblado llamado Kosohon, a ocho kilómetros en dirección oeste, ya casi en la misma frontera con Nigeria. Lo que implicaba otras dos horas de camino. Cuando llegaron allí ya era noche cerrada, y estaban agotados los tres. Esta vez fue Nilo el que se informó en su lengua, interrogando a un nativo que le indicó la dirección del dispensario. Se trataba de una precaria enfermería provisional donde también se practicaban partos, que habían improvisado en un antiguo molino de madera abandonado en las afueras del pueblo. Nilo le agradeció, e hizo luego lo propio con el alemán. Del cual se despidió después de negarse a que el cansado ciclista les acompañara más trecho tal como él quería. El alemán les deseó suerte, y dijo adiós haciendo sonar el timbre de su bici, aunque prometiendo que les buscaría al día siguiente para saber cómo había ido todo. Ellos siguieron camino los dos solos, y pronto vislumbraron a lo lejos la silueta trasera del molino de viento fronterizo entre matojos, distinguible en un declive del terreno gracias a la luminaria de un farol.

Cuando llegaron al edificio, que estaba casi en ruinas, rodearon las matas para encarar la puerta encortinada, iluminada por el farol de gas que les llevó hasta allí. Nilo se hizo notar y una enfermera salió y le indicó a Nilo un banco al aire libre. Y se llevó a la parturienta dentro, cerrando tras ambas la gruesa cortina de la entrada, y luego escaleras arriba hasta el quirófano. Nilo se sentó en el banco dando la espalda al cortinón. Con la cabeza entre las manos, agotado y confuso, con la garrafa llena de agua de mar frente a sus pies. Entonces se arrepintió de no haber tirado por un barranco el dichoso recipiente antes de cargar inútilmente con él todo el camino. Pensaba en esto cuando creyó escuchar arriba voces que hablaban sobre él en lengua indígena. Sintió luego unos pasos crujientes descendiendo la escalera de madera. Y finalmente oyó correrse, suavemente, la cortina a su espalda. Entonces, una enfermera analfabeta se llevó la garrafa de Nilo, tomándola por un bidón de suero del dispensario allí olvidado, aunque tenía puesta una etiqueta que indicaba claramente: “agua de mar”. Pero Nilo no reparaba en nada, abstraído. Aunque sí sintió una áspera respiración cuando alguien más se le quedó mirando un momento, una vez que la enfermera se hubo ido. Y luego ese alguien avanzó unos pasos hasta él. Y acarició los rizos de su nuca, con una frase de ánimo en una lengua que no se parecía a ninguna variante de dialecto indígena, y que Nilo no pudo comprender.

Y hubiera dado igual, pues él estaba demasiado ensimismado en cualquier caso. Así que ni siquiera levantó el rostro hundido entre sus manos para ver a la partera. Pues era ella la que había descendido la escalera, y se había asomado fuera un momento por la curiosidad de ver al hombre. Haciendo tiempo, así, mientras las enfermeras le preparaban el terreno para la intervención a la mujer. Nada más asomarse, la partera quedó prendada de la belleza masculina de Nilo, iluminada por la luz parpadeante del farol. Y cuando lo vio romper a llorar al fin por la ansiedad de la incertidumbre, ajeno al mundo, encogido como un niño y haciendo temblar con sus sollozos todo su cuerpo de tensa y hermosa musculatura de atleta, ella decidió que Nilo sería suyo para siempre...

 Así que una rauda idea rapaz pasó en un segundo por la mente de la partera, que cerró tras de sí el cortinón, de un solo golpe. Dispuesta a regresar arriba para despachar visceralmente su trabajo... Y el ruido seco de la cortina sí penetró como un indescifrable filo helado en la conciencia del abstraído herrero. El cual volvió a sentir la araña envolviendo su cabeza, cuando alguien se le acercó horas después y le dijo que ella había muerto. El niño había nacido también muerto, al parecer... Y cuando enterraron a ambos frente a él a la mañana siguiente, de manera apresurada por una supuesta cuestión de higiene pública, Nilo sintió caer igualmente la tierra sobre sí mismo también. El alemán se enteró de lo ocurrido cuando se acercó al molino esa tarde, según lo prometido para saber cómo habían ido las cosas. Le costó un poco encontrar el edificio, semioculto entre los altos arbustos de un declive pedregoso. Halló a Nilo sentado ante la tumba aún, ya muy entrada la tarde horas después del sepelio, en un yermo cercano al paritorio y anexo a un basurero. El alemán, que era buen cristiano, rezó una oración en su lengua y fabricó allí mismo una cruz con dos estacas. Pero pidió antes permiso a Nilo para ponerla en la tumba, y él asintió, aunque desconocía aquel símbolo. Se le ocurrió grabar, primero, en la cruz el nombre de ella, el cual ignoraba. Y por eso le preguntó a Nilo cómo se llamaba la mujer, aunque sin explicarle por qué hacía la pregunta. Entonces Nilo, sin levantar los ojos de la tumba, aunque sereno, ladeó la cabeza negativamente, sin quererle aportar esa información. Y murmuró en su escueta lengua sudanesa una amarga contestación alternativa, que reemplazaba, como un tristísimo epitafio, la frustrada curiosidad del colono sobre el verdadero nombre del amor de su vida. Pero el alemán dio por buena la opción, cuyas palabras tradujo impresionado en su mente. Las repitió entonces él también en alto muy solemne, una única vez, saboreándolas, pero en su lengua propia germana. Sinceramente contagiado del dolor de Nilo además, una vez que se encontraron los ojos de ambos, como si de repente se entendiesen más allá de cualquier idioma. Pero entonces el alemán, que mantenía siempre el buen humor incluso en los momentos más amargos, abandonó su hieratismo en parte, dispuesto a desdramatizar rompiendo un poco el hielo. Se sacudió, así, su propia melancolía, y se ofreció para fabricar una lápida en vez de la cruz, que no había clavado aún en la tierra. Usando para ello una tabla residual del maderamen del molino en ruinas, que encontró curioseando entre otros desechos del estercolero a pocos metros. Con la ocurrencia de grabar en ella aquellas mismas palabras tan solemnes que había pronunciado Nilo, como epitafio al menos, ya que no conocía el nombre de la muerta. Pero aquí se encontró con la rotunda negativa de Nilo. Quien, una vez que se hizo explicar qué era un epitafio, cayó en la cuenta de todo, y reaccionó con su grima visceral hacia la palabra escrita.

 El alemán lo respetó. Arrojó lejos la tabla con los otros restos, y se limitó a ensartar la cruz sin grabar por fin, en su sitio en la tumba ya para siempre anónima. Se santiguó y le dejó solo. Nilo, que sólo había desviado su atención del suelo un instante para negarse a que el alemán escribiese en una lápida, volvió a clavar los ojos en la sepultura de tierra, que, al levantarse la brisa, se llenó de peladuras de patatas. Y sintió entonces como un veneno la ironía de verla precisamente a ella enterrada; a ella, justamente a ella, enterrada para siempre bajo una tierra estéril. Y en sus oídos resonaron tenaces sus propias palabras improvisadas antes para contestar al alemán, cuando le preguntaba por el nombre de la mujer de su vida: en su lengua nativa, y en la del alemán, y en todas las del Orbe. Y el epitafio se escribió al fin, pero en el alma de Nilo. En letras mayúsculas y con la caligrafía de la soledad más pura. A la vez que se quebraba, hecho mil grietas, su corazón inmenso de elefante:

             «ELLA NO TENÍA NOMBRE. ELLA ERA LA VIDA»








© Bonifacio Álvarez Guitérrez.












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